Apnea #10 Conversación con Tamara Díaz Bringas
04.10.2017

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SFP   Antes de empezar a escribir esta frase miré, como tantas veces hago a lo largo del día, el reloj del ordenador y marcaba las 19:27. Tú, que conoces mi obsesión personal con el número 27 y que también tienes una relación especial con los números, quizás compartas conmigo la sensación de que es una buena señal. Empezar nuestra conversación con un pequeño inserto de magia cotidiana y de rituales personales construidos a lo largo de los años, como si fuese posible elaborar un guión de nuestras vidas a través de ellos. Pero antes de este, hubo otro momento de conexión contigo, relacionado con la idea de empezar hablando de los libros que estamos leyendo ante mis dudas de cómo comenzar este texto compartido. Hace pocos días, a punto de terminar Sobre la belleza, de Zadie Smith, tropecé con la siguiente frase: “Una diferencia de edad de cinco años entre hermanos es como un jardín que necesita cuidados constantes”. Una frase que, como puedes imaginar, me devolvió a nuestro tránsito de varios meses por la noción de jardín junto al resto de compañeros de Komisario Berriak. A Zadie Smith llegué por Irina Mutt, que me habló de este libro en concreto en alguno de los encuentros de nuestra conversación infinita. Sin embargo, el libro, como objeto y posibilidad de lectura real, apareció en casa de una amiga cuando se lo cogí prestado, precisamente al pensar en la recomendación de Irina. Durante su lectura se activó -la frase del jardín es un ejemplo- aquello en lo que vengo trabajando desde hace un tiempo: el objeto como un sistema de relaciones que lo trascienden. Es más, el gesto de apropiarme de este libro por un tiempo me recordó otro gesto del que me habló por primera vez Regina de Miguel: los libros en diáspora de Jeleton, quienes decidieron regalar su biblioteca con motivo de una mudanza. Cada vez que dejo o me dejan un libro no puedo evitar pensar en aquellos libros que no me han devuelto o en los libros de otros que yo –no sin cierta vergüenza– todavía conservo conmigo. ¿Hay algún libro que hayas prestado que eches especialmente de menos? ¿Algún libro de otra persona que conservas con cierto embarazo? En la última mudanza que hice envié casi todos mis libros a casa de mis padres, en un intento un tanto inútil de desembarazarme materialmente del pasado. Desde entonces me propuse no comprar más libros, una norma que he roto en demasiadas ocasiones y que trato de compensar regalando algunos de esos libros que me recuerdan que mi fuerza de voluntad es muy frágil. De hecho, recuerdo una ocasión en la que alguien vino a mi casa y se sintió bastante decepcionado porque esperaba que tuviese muchos más libros de los que tengo. Esta anécdota me hizo darme cuenta de cómo asociamos la actividad intelectual con la posesión material de objetos culturales, que funcionan como signos de reconocimiento social. Leer mucho se ha convertido en sinónimo de tener muchos libros. Se me ocurre todo lo contrario: leer incansablemente luchando contra los rastros materiales de esas lecturas. O que los libros desaparezcan de nuestras vidas a medida que sus historias van desapareciendo de nuestra memoria. Ahora que lo pienso, esto parece un mal guión para una novela de Paul Auster… ¿Hay algún libro que sigas recordando a pesar del paso de los años? ¿Crees que la memoria es un ejercicio de voluntad, que el recuerdo es también el deseo de recordar?

 

TDB   Sólo ahora, escribiéndote, me doy cuenta de que no conservo ni un sólo libro de Clarice. Es quizás la autora que más he leído y con seguridad la más entrañable para mí, pero si alguien le echara una ojeada hoy a mi biblioteca no encontraría a la Lispector. Es verdad que en cada cambio de casa, de ciudad o de país he ido dejando libros. Y, como tú, decidí en algún momento dejar de comprarlos. Por unos años conseguí incluso que toda mi vida, o digamos sus rastros materiales, cupiese en dos maletas. Pero los libros que más me pesan son los que olvidé. Los de Clarice en cambio los llevo puestos, aunque ignoro en qué rincones se han ido incrustando. Algunos los leí prestados y otros los regalé. Me gusta tanto Clarice que me invento ocasiones para compartirla. A Fina Miralles, en un cumpleaños, le envié una edición en catalán de “Agua viva”. Creo que no le gustó especialmente. El libro toca o no toca, decía la misma Lispector. A mí hay palabras y cuentos que se me han quedado resonando durante años y no dudo que mi memoria los haya transformado en otra cosa. Tal vez por eso me atreví a proponer “La legión extranjera” en un grupo de lectura en el CA2M que dedicamos a la ciencia ficción. De Ursula K. Le Guin y Octavia Butler pasamos a Clarice Lispector, en un temerario aterrizaje que nos llevó del espacio exterior a la cocina. En aquella sesión, para mí una de las más hermosas, hablamos de extrañeza, alteridad, amor, de cómo acercarse al otro. Con Clarice y con la excusa de que, después de todo, la ciencia ficción es a menudo una pregunta o una especulación sobre la posibilidad de contacto. La historia de Ofelia y el pollito, de la niña Ofelia y la mujer narradora nos llevó por derivas inesperadas. Tú preguntabas por la memoria como un ejercicio de voluntad. Y pienso más bien en la voluntad de olvido o en el don de olvidar que no siempre nos es dado. Yo que tengo tan mala memoria, padezco a veces de peor olvido. En uno de mis pasajes favoritos de “La legión extranjera”, la narradora le dice a la niña: “¡Oh, no te asustes mucho!; a veces uno mata por amor, pero juro que un día uno se olvida, ¡lo juro! Uno no ama bien, oye, repetí como si pudiera alcanzarla antes de que, desistiendo de servir a lo verdadero, ella altivamente fuera a servir a la nada“.

 

SFP   Las conexiones nos siguen acompañando. Con Clarice, porque no la he leído pero la tengo muy presente, casi arrastrando un sentimiento de culpa cada vez que aparece en conversaciones con otras personas que sí conocen sus textos y siempre me la recomiendan. Mencionas a Octavia Butler y pienso en cómo días antes de leerte empecé a buscar sin mucho éxito alguno de sus libros en las librerías de Barcelona, ya que otra norma que me autoimpuesto es no comprar en Amazon. Con Octavia no me hubiese importado transgredir la norma de no adquirir más libros. Ante la imposibilidad de hacerlo, terminé buscando entrevistas con ella en Internet. Me impactaron sobre todo su voz y su presencia. Ella, en sí misma, me parece un personaje de ciencia-ficción. Retrofuturista y majestuosa. Y la voz de Octavia conecta con la cuestión del contacto a través de una cita de Anne Carson, autora de “The Gender of Sound”, que aparece en su libro Men in the Off Hours: “As members of human society, perhaps the most difficult task we face daily is that of touching one another—whether the touch is physical, moral, emotional or imaginary. Contact is crisis. As the anthropologists say, ‘Every touch is a modified blow.’” El contacto como crisis potencial y permanente es algo que aparece continuamente en la ciencia-ficción, como en La voz de los muertos, el libro que sigue El Juego de Ender, donde los humanos intentan no contaminar a los cerdis –el nombre más cursi que podría existir para una raza alienígena– con su cultura y tecnología. El deseo de un contacto profiláctico como otra de las tantas utopías científicas. Un contacto sin contagio, que me devuelve a la voluntad de olvido de la que hablas. Porque quizás la imposibilidad de olvidar –cuando uno desea realmente olvidar algo o alguien con todas fuerzas, haciéndolo así más presente todavía– está relacionada, no tanto con el contacto como con el contagio derivado del vínculo. ¿Cómo olvidar, pues, algo que se ha convertido en parte de nosotros? Quizás la memoria funciona precisamente desde el deseo de olvidar. Cómo también lo hace desde cualidades sensoriales, sin previo aviso. Pienso en los olores, que consiguen que la que nariz se convierta en un dispositivo mnemotécnico, en un detonador de tiempos pasados. ¿Te imaginas que fuese posible oler hacia adelante y no hacia atrás? ¿Tener recuerdos de situaciones que están por suceder?

 

TDB   ¿Recordar el futuro? Eso hace la protagonista de “La historia de tu vida”, un relato de Ted Chiang que también leímos con placer en el grupo del CA2M. Con el ánimo de experimentar algo de la dislocación temporal que proponía el texto, en esa tarde nos propusimos hablar en pasado de lo que aún no ha ocurrido. Y en futuro de lo que ya pasó. Aunque por momentos resultó divertido, el experimento nos enfrentó a nuestros límites para hablar/pensar de ese modo, y a cómo nuestra conciencia temporal está modelada por el lenguaje. Recordé con cariño nuestras conversaciones en Komisario Berriak, que fue donde supe de Ted Chiang por su colaboración con Allora y Calzadilla en “El Gran Silencio”. Creo que fueron Sabel (Gabaldón) y tú quienes lo convocaron en nuestras jornadas, ¿no? Me sorprende que desde entonces esa obra me haya seguido apareciendo en varios contextos. Como vuelve ahora en la idea de contacto. ¿Contacto sin contagio? No he leído a Card, pero por lo que cuentas tengo la impresión de que las ficciones de Butler estarían casi en sus antípodas, como una invitación a contagiar y contagiarse. No profilaxis sino simbiosis. En un texto, “The two Butler”, que me compartió nuestro Aimar (Arriola), Margret Grebowicz y Helen Merrick leen con Haraway a Octavia Butler (bueno, y a Judith) y encuentran en sus novelas el modelo biológico de la simbiosis en el que las especies, humanos y alienígenas, son mutuamente dependientes para su supervivencia. Me hace gracia que te haya impactado la voz de Octavia. A mí también. Es tremenda. En una entrevista le oí decir que ella aprende más escuchando que leyendo. Reconozco algo de eso en mi experiencia de lectura, por momentos demoradísima cuando me da por escuchar sílaba a sílaba, pausa por pausa. Ahora que lo pienso, creo que mi memoria se vincula más a ciertas sonoridades que a olores. Aunque el de la naranja… La naranja es mi adolescencia, la secundaria en un internado, la disciplina militar en cuerpos y hormonas, las cotidianas jornadas de trabajo en el campo, la recogida de naranjas, la poda de naranjos, las uñas clavadas en la corteza de las frutas para sentir más su olor, para aliviar la sed o quitar la tierra incrustada. La rabia de haber visto a un guía, un adulto, con su mano abierta en el sexo de Liuba mientras la ayudaba a trepar un naranjo. El silencio de Liuba. Mi silencio. El temor o la memoria de haber sido Liuba. El temor a la memoria. Los rituales de lealtad con el grupo de amigos, como la decisión de comer últimos pero juntos. La entrada al comedor era por hileras de chicas o chicos, primero las filas más rectas, los más obedientes. Nosotros éramos lo que se diría un grupo mixto y queríamos comer juntos. El precio de nuestra rebeldía era repetir hasta el cansancio sardinas o huevos, el único menú disponible para los rezagados. Y para variar el sabor de la comida llevábamos limón. Aquella escuela en un mar de cítricos. Lejos de casa de domingo a viernes, de septiembre a junio, del 86 al 89. El olor de la naranja es mi padre recorriendo los campos hasta encontrar mi brigada y alcanzarme una merienda. “Vivir la naranja”, como en el ensayo de Hélène Cixous dedicado a Clarice Lispector. “Vivre l’orange” que es también “vivre l’Orán”, su ciudad natal. Un texto hermoso del que me gustaría compartirte, Sonia, un pequeño hollejito: “Dedico el don de la naranja a todas las mujeres cuyas voces son como manos que vienen al encuentro de nuestras almas, cuando buscamos el secreto, hemos necesitado, vitalmente, partir en busca de lo más secreto de nuestro ser. Y a todas las mujeres cuyas manos son como voces que van al encuentro de cosas en la oscuridad, y que tienden palabras en dirección a cosas como dedos infinitamente atentos, que no cogen nada, que atraen y dejan venir….”

 

SFP   Las naranjas forman parte de los pocos recuerdos que tengo de mi infancia. Y lo hacen de manera muy epidérmican con respecto a tu memoria adolescente. Es una conexión torpe, incluso banal. Recuerdo un día en el que mi padre nos trajo unas naranjas enormes y diferentes a las que comíamos por aquel entonces. Venían de Valencia y, teniendo en cuenta que vivíamos a más de mil kilómetros de esta ciudad, aquellas naranjas me parecieron una suerte de tesoro proveniente de mundos exóticos en los que acabaría viviendo muchos años después. La globalización, que algo más tarde nos incluiría a todos dentro de su tránsito, ha sido el último asalto a la ficción de la terra ignota que tanto buscaba en los atlas de niña. La representación de los mapas me permitía viajar todo lo que mi cuerpo no podía. Pero si una fruta ha definido mi infancia, esta han sido las mandarinas. Tiendo a pensarlas siempre en plural porque nunca he sido capaz de comerme una sola o porque suelo hacerlo en compañía de otras personas. Cuenta la mitografía familiar que una de mis actividades favoritas era sentarme sobre el regazo de mi padre con un gajo que chupaba durante mucho tiempo ante la ausencia de dientes. Tanto es así que las mandarinas son un detonador de memoria para situaciones que no he vivido, al menos tal y como yo las recuerdo. Creo que existe una memoria de lo no acontecido. Una memoria construida a base de deseos y no tanto de hechos.  O una memoria de futuros fracasados. Deseos que nos abandonan pero que persisten en estar con nosotros. Y aquí vuelvo a recordar a Deleuze cuando dice que mediante los objetos adquirimos paisajes imaginados. Cómo, al comprar una pieza de ropa, estamos adquiriendo una serie de situaciones en las que nos gusta proyectarnos con un vestido nuevo, por ejemplo. Y aquí me gustaría hacerte una pregunta que le hice a Lúa Coderch hace tiempo. ¿Qué objeto, de los tienes o recuerdas, te hace todavía proyectarte en futuro con él?

Durante los años del PEI, no sólo leímos a Cixous, sino que asistimos a una lectura suya que recuerdo como uno de los pocos momentos en los que he disfrutando con alguien leyendo un texto escrito sobre papel. Supongo que se debía a que era un texto escrito para leer en voz alta, a diferencia de tantas personas que pronuncian textos para ser leídos con la mirada. Creo que fue Xavier Antich quien nos recomendó leer algún pasaje de Las ensoñaciones de la mujer salvaje en voz alta, un libro en el que ella hace aparecer el concepto de “inseparárabe”, como una prolongación de aquel “nostalgerie” de Derrida. Cuando abrí el libro en mi cocina de entonces, haciendo partícipe a un amigo del experimento, entendí el porqué de la sugerencia de Xavier. Mientras mis ojos devoraban cada palabra, cada línea, sintiendo físicamente la escritura veloz de Cixous, mi boca se quedaba atrás, renqueante, saltándose palabras o frases enteras en un intento de seguir a mis ojos. La saliva se atropellaba en mi boca.Mi amigo no entendía nada, y mucho menos mi entusiasmo por haber experimentado la sensación de diferido en mi propio cuerpo. Como si yo misma fuese una máquina de delay. Y ahora que lo pienso, el cuerpo es el gran contenedor de memoria. En un texto que revisa a Darwin desde el feminismo, Elisabeth Grosz habla de “la génesis de lo nuevo a través de la repetición y la diferencia dentro de lo viejo, de las especies existentes”.  De cómo una especie es la memoria de otras. El loro de Ted Chiang, que tan presente ha estado con nosotras en Komisario Berriak desde el trabajo de Allora & Calzadilla, nos recriminaría haber tardado tanto en ver esto. Nuestra incapacidad para entender el mundo más allá de nuestras capacidades. Si el cuerpo humano fuese capaz de trascenderse a sí mismo, ¿qué otras funciones te gustaría que tuviese el tuyo?

 

TDB   Pues lo que me gustaría muchísimo es recobrar mis sueños. Me encanta soñar y casi a diario logro recordar algo de lo que soñé: una imagen, un ripio de secuencia, una voz, un rostro conocido. Ahora que recién desperté tengo el vago recuerdo de que soñé con Xavier Antich, o más bien que te escribía algo de las sesiones que nos compartió en el PEI sobre Cixous. Seguramente lo soñé porque lo último que hice antes de irme a la cama fue leer tu mensaje y, como me ocurre a menudo, el sueño continuó mi vida por su cuenta. Resumo con una frase que ha enseñado en estos días la pequeña Oliva Nogueira: “eso me rechifla”. Sería genial que mi cuerpo fuese capaz de anotar los sueños mientras duermo. Para eso podría tener por ejemplo un pequeño órgano sobre mi oreja, como una especie de lápiz que se pueda estirar y enrollar de nuevo. Sería algo muy discreto, ahí donde alguna gente se pone el cigarrillo mientras se prepara para fumar. O donde los bodegueros cubanos solían encajarse un bolígrafo para tenerlo a mano mientras despachan y anotan en la libreta de racionamiento: fecha, cantidad, peso o simplemente una cruz en la casilla correspondiente al producto… arroz, granos, aceite, jabón, tabaco, fósforos. Bueno, en mi caso me gustaría que ese lápiz sobre la oreja sea más bien un órgano permanente y que su función exclusiva sea la de escribir mis sueños cada noche o cada siesta. Pero no quiero un archivo duradero, sino algo como un trazo en la arena que me dé algunas pistas antes de desaparecer. Como aquel plano esbozado en una playa que Marcel Broodthaers llamó la “Sección Documental” de su Musée d’Art Moderne Departement des Aigles. Se me ocurre también que ese apéndice podría dejar escritos los sueños en la palma de mi mano, de modo que pueda leerlos al despertar. Y otro detalle: sólo yo podría leer esas notas y sólo una vez. Bueno, tengo la impresión de que comienzo a delirar, así que vuelvo a la primera de tus preguntas y te respondería que el rosario de mi abuela. Tal vez te suene raro pero creo que ningún otro objeto me hace proyectarme en futuro como ese collar. Cuando murió mi abuela, mi familia me guardó su rosario y desde entonces lo cuelgo en una esquinita del cuarto. Siendo tan viejo y cargado de recuerdos, para mí ese rosario es más bien una especie de conexión con el porvenir. Está hecho de cuentas verdes y plásticas, cada una gastadita gastadita. Pienso esas cuentas desgastadas como deseos, intenciones, o futuros que mi abuela anticipó. Y ahora yo también proyecto otros futuros al tocarlo. Me pregunto cuántos porvenires existieron, o existirán, en la presión de los dedos sobre cada bolita. Mi abuela, que era la paciencia en persona, cuánta presión pudo ejercer sobre las cuentas, cuántas veces. Por eso me conmueve tanto ese rosario y su desgaste. La materia que falta. Y me gusta pensar cada bolita como una pequeña escultura modelada por deseos, y por la fe. Bueno, tengo curiosidad por saber cuáles son esos objetos que a ti te proyectan en futuro.

 

SFP   Yo siempre he creído que tengo pesadillas y no sueños, como si en mi experiencia onírica se demostrase la constante pulsión distópica de la utopía. Con esta generalización practico  una mentira a través de una afirmación que excluye las excepciones. Alguna que otra vez me he despertado con la sensación de haber soñado algo agradable, pero no han sido muchas las ocasiones. De los sueños me fascina cómo las situaciones más ridículas se vuelven extremadamente angustiosas. Por ejemplo, el hecho de no encontrar un objeto que busco infatigablemente pero que se resiste a ser encontrado. No sé en tu caso, pero en mis sueños hay cierta anticipación del futuro que produce la angustia. Como saber que, por mucho que busque ese objeto, no aparecerá nunca. Ni dentro ni fuera del sueño, porque tiendo a ser consciente de que estoy soñando mientras lo hago. Y aún así, no me resisto a abandonar esa búsqueda en vano. Hace años alguien que estudiaba diseño industrial por aquel entonces me comentó que su deseo era precisamente crear un dispositivo textual para recordar los sueños al día siguiente. Me pregunto si podría existir un archivo onírico que no pasase por el escritura, por la traducción textual de los sueños. Recordar sueños a través de sonidos, olores o sabores y, por qué no, a través de objetos.

Mi relación objetual con el futuro no tan original o fuerte como quisiera. Creo que los objetos están demasiado impregnados de pasado para mí. Los vivo como pruebas materiales de momentos que sé que voy a olvidar al cabo de los años. Como toda regla, existe una excepción que ha aparecido recientemente. Se trata de una piedra que me regaló Jesús Arpal y que intento llevar siempre conmigo. Su carácter apotropaico hace que esté permanentemente relacionada con el carácter incierto del porvenir, que es lo que realmente acontece más allá de los futuros imaginados. Las fechas de caducidad siempre me conducen al futuro. Señalan su existencia y su final de manera muy pragmática. En Chunking Express, una película en la que los objetos actúan como la evidencia del amor frustrado, uno de los personajes recopila 30 latas con la misma fecha de caducidad para convocar a su ex-novia en el futuro. Creo que fue esta escena, de manera semiconsciente, la que hizo que guardase durante bastante tiempo un bote de miel vacío por la fecha de caducidad que aparecía en su tapa: el 20 de junio de 2017. Me desprendí de él un mes más tarde porque, como objeto, en vez de señalar un futuro posible, apuntaba hacia un pasado que se demostró sórdido. Cuando escuché a Deleuze hablar del paisaje imaginado a través de la ropa nueva me di cuenta de que era algo que también me pasaba a mí y en lo que no había pensando mucho hasta entonces. De lo que sí he sido siempre consciente es de que con cada pieza de ropa que ha aparecido en mi vida no puedo evitar preguntarme qué cosas habrán sucedido cuando decida no usarla más. Es una suerte de conexión vida-muerte de las cosas, como la que he sentido las pocas veces que me he enamorado. Para mí, el auto-reconocimiento del amor está muy vinculado a su final. Al mismo tiempo que sientes que te estás enamorando, precipitas el final de ese amor a través de la consciencia de que nada dura para siempre. Digamos que es una felicidad trágica para mí, por su imposibilidad de permanencia. Una nostalgia de futuro que también está en numerosos objetos que tengo y que aparecieron en mi vida desde una proyección conjunta con diversas personas de momentos compartidos que no sucederán. Entre ellos, estaba un libro de Rosi Braidotti que me regalaron para leer entre dos. Cuando me di cuenta de que ese momento probablemente no sucedería, devolví el libro a la persona que me lo regaló en un enésimo intento de ruptura. Precisamente a través de la consciencia de que toda proyección de futuro es el germen de un fracaso, porque sus condiciones de posibilidad nunca dependen totalmente de nosotros. Siempre me pareció muy irónico que fuese un libro de una autora a la que yo también le he robado la siguiente frase, usándola casi como un conjuro contra la fatiga que nos produce el pasado: “We need to borrow the energy from the future to overturn the conditions of the present”. ¿Qué futuros te han dado a tí energías para revocar o anular las condiciones de ciertos presentes? ¿Qué presentes han superado las expectativas que tenías de ellos cuando eran futuribles? ¿Crees que hay deseos que funcionan a la contra, que de manera más o menos consciente actuamos para que no lleguen a cumplirse?

 

TDB   Sonia, en las idas y vueltas de nuestra conversación no dejan de sorprenderme nuestras coincidencias y cómo antes ciertas experiencias nos hemos hecho preguntas más o menos similares. Esta vez, en lugar de convocar razones o experiencias, me gustaría compartirte un poema de Borges que he tenido cerca mientras rondaba esas cuestiones, como la anticipación de futuros que son capaces de revocar nuestros presentes. “El desierto”:

 

Antes de entrar en el desierto

los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna.

Hierocles derramó en la tierra

el agua de su cántaro y dijo:

Si hemos de entrar en el desierto,

ya estoy en el desierto.

Si la sed va a abrasarme,

que ya me abrase.

Esta es una parábola.

Antes de hundirme en el infierno

los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa.

Esa rosa es ahora mi tormento

en el oscuro reino.

A un hombre lo dejó una mujer.

Resolvieron mentir un último encuentro.

El hombre dijo:

Si debo entrar en la soledad

ya estoy solo.

Si la sed va a abrasarme,

que ya me abrase.

Esta es otra parábola.

Nadie en la tierra

tiene el valor de ser aquel hombre.

 

SFP   Me pregunto si hay una manera de pensar el futuro que no pase por la nostalgia. O por la voluntad de anticipar la desgracia, como en el poema de Borges. En esa activación de la utopía que cada vez parece más imposible de llevar a cabo, me gustaría compartir contigo algo que le oí decir a Ania Nowak  –ella siempre me insiste en que no es suyo, que lo leyó en alguna parte pero que no recuerda dónde–. Vivir el presente como si la utopía (feminista) hubiese sucedido. Activar el futuro desde la propia vida y no tan sólo desde el discurso o el lenguaje. Hacer que el simulacro se vuelva real por el hecho de, literalmente, incorporarlo en nuestras vidas.

Creo que hacer de esta actitud un comportamiento habitual implica una forma de responsabilidad ética que es capaz de hacer que el futuro suceda cada día en vez de esperar que nos sea dado para unirnos a él. Y ahora me doy cuenta de que quizás a esto se refería Derrida cuando habla de intervenir (en) el devenir como el gran proyecto utópico. Hacer que otro presente sea posible, aunque sólo pueda ser de forma intermitente. ¿Se te ocurre alguna táctica para ello?

 

TDB   Sí, antes que improbables futuros prefiero pensar en esos otros que hacemos ciertos cada día. Te agradezco a ti y a Ania (a quien no conozco pero que has hecho cercana en nuestros intercambios) esa preciosa formulación: vivir como si la utopía feminista ya hubiese sucedido. Sabes, la idea de intervenir el devenir me hizo recordar un gesto de Alejandra Riera que tuve la suerte de acompañar hace algún tiempo y que, me parece, deja entrever las complejas temporalidades que puede contener un “presente”. Como respuesta a una invitación al programa Fisuras del Museo Reina Sofía, la artista propuso situar su intervención en los sótanos del edificio, en un espacio que suelen llamar bóvedas y cuyos usos previos –en un hospital devenido museo– nos propusimos rastrear. Bueno, las fuentes son escasas y esquivas, pero algunos documentos mencionan la existencia de unas “salas de dementes” (algunas veces descritas como de “maternidad y presas” y otras como celdas para “locos furiosos”) ubicadas en espacios subterráneos con escasa luz y ventilación. Poética(s) de lo inacabado, el proyecto impulsado por Alejandra Riera, incluía entre sus gestos la apertura de un agujero que permitiese la entrada de luz natural a esos sótanos. Aquel día de julio de 2013 en que se hizo la intervención en el edificio, abriendo un hueco en la pared y retirando luego los barrotes que sellaban el acceso a/desde los sótanos, Alejandra hizo algo que interpreté como un ritual. Con su cámara en mano filmando sus pasos, subió desde el fondo de los sótanos por sucesivas escaleras hasta la planta baja y, sin detenerse ante la caseta de vigilantes que custodia la entrada, caminó hasta un árbol plantado frente al edificio del museo. Allí se detuvo. Con toda su fragilidad, esa luz y aire que llegan desde aquel gesto a los sótanos del museo me ayudan a pensar que otros presentes son posibles. Me gustaría finalmente, y para que no sean mis palabras las últimas de nuestro apnea, compartirte un fragmento del texto que acompañó el proyecto y en el que Alejandra narraba aquel pasaje:

Tomar aliento.

Volver a subir, coger una maza y abatir un trozo de la pared blanca, sacar los antiguos ladrillos que ocultaban la trampilla. Agujerear lo suficiente para dejar pasar los cuerpos. Darse cuenta de que la abertura no da directamente a la calle, sino que recae en una planta baja delimitada por el cuarto de vigilantes, cuyo emplazamiento no ha cambiado desde hace siglos.

Respirar hondo… Darse cuenta de que, a pesar de encontrarse rodeados, una circulación de aire y de luz, la de un pozo de luz, era posible entre los sótanos y la planta baja. Retomar contacto con el pasado. Liberar así el paso a lo que no se ve, el tiempo de pasar sin ser visto/a delante de una de las puertas abiertas pero bien vigiladas del edificio, la de los empleados/ as. Dejar que salga fuera lo que estaba retenido en una oscuridad forzada. Darse cuenta de la dificultad de este pasaje. Gesto sin gloria que además no tiene nada de heroico, a excepción de ser inimaginable en el presente. Antes que hallarse en la soledad de un gesto romántico, autorizarse a no recular ante la puerta de nuevo abierta, hacer nuestra magia “como si no estuviéramos allí”, franquearla sin más y sin esperar. Una vez fuera, ir al ritmo escogido de nuestros pasos hasta las palmeras allí replantadas desde no se sabe cuándo y venidas de ya no se recuerda dónde.

Retomar el contacto con nuestros/los espíritus.

Si todo no puede ser dicho ni mostrado, aprender a ver en la penumbra del presente su parte de secreto.