Parergon: el suplemento como experiencia
09.06.2014

A aquel que pertenece a un contexto profesional determinado se le presupone un absoluto conocimiento de todos los elementos que forman parte de dicho contexto. El manejo sin restricciones de unos materiales cuya mayor limitación reside en su carácter inabarcable. Las secuelas de un conocimiento enciclopédico en la era de una archivo que sucede al mismo tiempo y en todas partes a la vez –o casi- hacen que, por ejemplo, al historiador de arte contemporáneo o al crítico se le adjudique una totalidad cognitiva que no posee. Y que tampoco puede poseer. Es entonces cuando no es difícil encontrarse con historiadores que dejaron de mirar atentamente hacia la pintura en sus años de universidad o con críticos que, aún conociendo pintores, nunca llegarán a conocer el funcionamiento de una disciplina de la que quizás sólo pueden hablar aquellos que la practican. Quizás este argumento no sea tan cierto y sólo se dedique a fortalecer un mito: aquel que se funda en una relación única e inaccesible entre quien crea algo y ese algo que es creado por alguien.

Esta idea, uno de los lugares comunes del arte – especialmente visto desde afuera- tiene un argumento antagonista. El que se pregunta si son los artistas los más capacitados para hablar de su propia obra. Si por ejemplo, en el caso de los pintores quedan restos de pintura en sus palabras o si, por el contrario, no existe mejor lugar para analizar algo que el distanciamiento próximo de un periferia adyacente. Sea como sea, hay en el arte –por extensión en la cultura- una extraordinaria legitimidad para hablar de algo que no ha sido hecho por uno mismo. Precisamente porque ese algo reclama ulteriores significados a través de un otro múltiple que sea también capaz de pensarlo. Y que al hacerlo, reestablezca el mecanismo inicial de esa cadena de montaje que construye el sentido de las obras de arte.

Cuando el crítico es consciente de su posición externa y de sus funciones desde esa externalidad relativa, puede imponerse normas a sí mismo. Una de ellas podría ser el hecho de conocer los proyectos como los conoce ese espectador general que termina por no acabar de existir nunca. Esto implica no ponerse en contacto con el autor. Tampoco con el resto de implicados en un proyecto artístico. Sin embargo, con el paso del tiempo, esa búsqueda de una percepción que no esté salpicada por datos complementarios se desvela como una ficción impracticable. O como un patrón de inocencia que no quiere admitir su enorme grado de ingenuidad intrínseca. No existe tal cosa como una percepción en grado cero de las cosas. Y menos aún del arte, especialmente cuando quien observa es parte del mismo desde un “adentro” con múltiples variantes.

Es entonces cuando las normas autoimpuestas fracasan y el crítico debe admitir que jamás será un espectador inocente. Es también el momento en el que el crítico cambia de metodología y procede por diálogo con algunos de los diversos autores de un proyecto donde sus capítulos consecutivos persiguen una misma finalidad: la construcción de un discurso mediante sucesivas acciones sobre un espacio concreto. Una casa – el “pabellón catalán” de Martí Anson- y una investigación gradual centrada en la condición de habitabilidad de los espacios a través de un programa de actividades que, como en el caso de Parergon de Rasmus Nilausen, hacen de la exposición un dispositivo dependiente y no un elemento catalizador.

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Pabellón catalán, de Martí Anson, es uno de esos proyectos artísticos que, sin ser autobiográficos, no se entienden sin una historia previa que recoge la biografía de su autor, arquitecto anónimo con nombre y apellidos. Todo empieza cuando su padre, Joaquim Anson, decide en los años 60 convertirse en arquitecto amateur construyendo la casa de vacaciones de su familia en La Garrotxa catalana. El carácter particular de dicha casa consistía en el empleo de los mismos materiales, tanto en la estructura como en el mobiliario. Un edificio de 50m2 de ladrillo con muebles de ladrillo; un pequeño inmueble y un mueble de gran tamaño. En 2013, Martí Anson decide reconstruir la casa paterna con un material diferente. La madera, además de conferirle un carácter desmontable, convierte el proyecto en un homenaje a todos aquellos constructores anónimos que no son arquitectos ni lo necesitan ser para llevar a cabo una vivienda donde la mayor prioridad es su funcionalidad. De modo colateral, es un intento de reivindicación de un proceso cooperativo sin conciencia de sí mismo, instalado en un anonimato carente de la elocuencia de ciertos discursos autorreferenciales.

Con la incorporación de este “pabellón catalán” al Nivell Zero de la Fundación Suñol, una construcción con intenciones de vivienda entra dentro de una vivienda con actitud de museo, se inicia así un mecanismo en el que un recipiente es el contenedor físico de otro. Y en el que cada proyecto impulsado desde este pabellón catalán ejecuta su dependencia bajo un mismo motor de búsqueda: dotar de habitabilidad a un espacio que, si bien tiene un autor, es para muchos en general y para nadie en concreto. Una condición –la habitabilidad- que con el paso del tiempo se desvela situacional. Son las cosas que hacemos dentro de los espacios aquello que incorpora, reafirma, modifica o altera la intención inicial de los mismos. De igual modo, son los espacios y su finalidad los que accionan en nosotros unos códigos de uso y una conducta social determinados.

Instalar simplemente el pabellón catalán dentro del patio de la Fundació Suñol sería convertirlo en un mueble. O otorgarle un rango de escultura que no desea. Así mismo, sus intenciones de vivienda están entorpecidas, cuando no imposibilitadas, por el espacio de acogida. Una casa en la que no puede vivir nadie no es una casa. Es aquí cuando entra un nuevo personaje en la historia de una casa que jamás podrá ser un espacio doméstico: un comisario de exposiciones  que, practicando una salida eventual de la zona de confort que se establece a través de la repetición de un práctica laboral, decide investigar las posibilidades de habitabilidad de una vivienda inválida. Frederic Montornès lo hace dejando que también sean otros los que se encarguen de buscar respuestas a una pregunta que no quiere ser resuelta a través de la solemnidad del discurso. O no tan sólo mediante ella. Habilitar un discurso es también habitarlo y dejarse habitar por él.

El primer conflicto se halla en el título de un proyecto que condiciona el inmueble: pabellón catalán. Tanto el nombre como el adjetivo invocan una cuestión identitaria de carácter nacional que amedrenta cualquiera de las situaciones de intimidad con las que asociamos una vivienda. Una vez asumido que un pabellón no será jamás un lugar habilitado para usos particulares –y menos uno dentro de un cubo blanco que legitima una mirada vigilada y vigilante como sentido privilegiado en el uso del mismo-, estamos obligados a pensar la habitabilidad más allá de lo doméstico y más allá de la permanencia.

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Parergon, de Rasmus Nilausen, aparece como la primera respuesta posible. Una exposición de pintura que recupera la dimensión decorativa de la misma y que, además, lo hace con una contradicción intencional. Los cuadros que incluye Parergon persiguen un significado dentro del pabellón catalán que jamás tendrían dentro del espacio adyacente, la sala de exposiciones del Nivell Zero. La dimensión decorativa de los objetos estéticos es uno de los estigmas que el arte se esfuerza en corregir y suprimir. Y sin embargo, Parergon funda su razón de ser en la pintura como un medio funcional sin perder en ningún momento el simulacro de autonomía que la historia del arte se ha encargado de reclamar durante años. Aún así no todos los cuadros son iguales, funcionan de la misma manera o rechazan una jerarquía contemplativa. Como personajes de una historia anunciada en la opacidad de sus huellas, cada uno de los elementos que forman Parergon es un resorte narrativo dentro de un relato que existe mediante el indicio de algo que podríamos saber pero no sabemos. La necesidad de un narrador –el propio Rasmus Nilausen- para entender cuál es la información que desprende cada elemento y cómo éstos se ensamblan entre sí, hace que no sea la dimensión decorativa de la pintura la que accione las posibilidades de habitabilidad del “pabellón catalán”. Si bien Parergon está dentro de una casa con deseos de ser algo más que una obra de arte transitable, dicha casa no nos permite olvidarnos de que dentro de ella sólo nos está permitida una conducta aséptica, institucional. Conducta que nosotros, al asumir, reforzamos. Pero si pensamos en una casa como en aquel espacio al que se accede por invitación personal, entonces Parergon se aleja del arte cuando quien la visita tiene el privilegio de hacerlo con el artista y sin la suspensión de intimidad que provoca la presencia de terceros.

Aquí habría que volver al principio, al crítico de arte contemporáneo que no sabe de pintura. Y que, precisamente por saber que no sabe, no se ajusta a esa idea de que para entender un cuadro basta con mirarlo atentamente. Los objetos del arte son un resultado, pero a veces también son un residuo de algo mucho más grande. El primer gesto con el que Parergon reivindica la dimensión ornamental de la pintura es un título que funciona como primera declaración pública del proyecto. A lo que no se refiere este epígrafe inicial es a las condiciones específicas desde las cuales Rasmus Nilausen interviene el pabellón de Martí Anson. Aquellas que tienen que ver con su biografía personal y con una serie de ítems –no sólo lienzos- que contienen en sí mismos un relato específico dentro del relato totalizador de toda exposición. Cada una de las pinturas que ocupan el espacio fue en potencia la pintura perfecta que finalmente ninguna de ellas consiguió ser porque la pintura perfecta es siempre una deseo por satisfacer. Una promesa que cada pintura saber que no puede cumplir.

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Ensambladas dentro de un estructura de madera que no destila la aparente neutralidad de toda distribución dentro de una sala blanca, cada uno de los cuadros de Parergon parece haber encontrado el mejor de los lugares posibles para ser expuesto, entendiendo exponer también como una estrategia de ocultación parcial. Y es que a veces los condicionantes previos son una coartada y no una limitación. La arquitectura del pabellón facilita que no todos los lienzos sean cuadros y que no todos los elementos de una exposición de pintura tengan que recubrir un lienzo. Que haya incluso ejercicios bajo el estatus de obras que otorga el dispositivo. Hay en Parergon lienzos de pequeño formato que no pueden verse y que, colocados consecutivamente, funcionan como libros sobre una estantería. También una lámpara, pinceles dentro de una lata de sopa Campbell’s y una naturaleza muerta extraviada de la imagen representacional. Hay cuadros que son relatos condensados y pinturas que no han conseguido ser cuadros. Hay una exposición de pintura que se desplaza hacia otro formato, el de la instalación.

Sin embargo, tras la conversación entre Rasmus Nilausen y alguien que rompe por primera vez una norma autoimpuesta –aquella de atreverse a saber más que los espectadores preceptivos- hay en Parergon muchas otras cosas. Cosas que quizás no tengan la necesidad de ser narradas cuando el descubrimiento de las mismas proviene de una intimidad que, a fin de cuentas, es lo que consigue hacer de ese pabellón catalán un espacio con vida más allá de arte. Y que Parergon no sea un suplemento de otro proyecto, sino el estímulo para otra situación más donde se demuestra nuevamente que la experiencia estética no es algo que sucede en el tiempo libre de otros porque, para aparecer, transita primero por la experiencia cotidiana de aquellos que la producen.

Fotografías: Roberto Ruiz