When life goes to work
13.02.2016

La bandeja de entrada de mi cuenta de correo está poco activa. Últimamente no recibo muchos e-mails. Al menos, no son e-mails relacionados con el trabajo de forma explícita o con algún proyecto en activo. En ese desdoblamiento que se produce al pensar, el otro interlocutor que también soy yo, me pregunta cómo puedo dividir lo que es trabajo y lo que no cuando muchas de las ideas que necesitamos para seguir pensando -y, por consiguiente, seguir trabajando- están en otra parte. En esa parte que ya no es “otra” porque está potencialmente asimilada por el trabajo, como bien saben en Google donde las siestas contribuyen a la epifanía corporativa. En momentos anteriores en los que mi bandeja de correo tenía una sobrecarga de actividad -produciendo, como consecuencia, una dosis permanente de ansiedad en mis estados de ánimo- uno de mis recurrentes deseos era la disminución del ritmo de trabajo en ese futuro próximo que, cuando aparece, generalmente no suele satisfacer las expectativas que proyectamos sobre él. Para la economía y la ideología capitalistas disminuir significa naufragar. Detenerse tampoco parece una opción posible en un mundo donde las cosas se mantienen sólo si somos capaces de hacerlas crecer.

Uno de los símbolos del exceso de trabajo dentro de lo que algunos llaman capitalismo digital –como si lo digital no fuese capitalista en su origen- es el e-mail. Una parte considerable de nuestra actividad diaria consiste en combatir el caos relacional de nuestra bandeja de correo. Aparecen por el medio breves momentos de satisfacción personal, que desaparecen con el siguiente mail que entra y pone en crisis nuestros continuos intentos de reestructuración del orden a través de una pantalla y un teclado. El exceso de e-mails es un síntoma del exceso de trabajo. Y, en teoría, el exceso de trabajo es síntoma de que a uno le van bien las cosas. Ecuación que falla cuando nos damos cuenta de que la antigua correlación entre trabajo y dinero no es ya una norma aplicable. Al menos en el mundo del arte, donde podemos rastrear los orígenes de la actual clase creativa como paradigma del trabajador neoliberal y donde hablar de dinero con datos concretos no parece ser elegante o de buen gusto. El nivel de abstracción que acompaña al neoliberalismo, en el que categorías como “los mercados” funcionan como una suerte de animal mitológico contemporáneo, también aparece en la otra cara de la moneda. Hablamos mucho de precariedad en el sistema arte, pero pocas veces nos atrevemos a hablar de nuestra precariedad. En primera persona y aportando números.

Sin embargo, el exceso de e-mails implica también cierto estatus social. Cuando nos quejamos de que tenemos muchos e-mails por leer y responder, no sólo estamos dando a entender a nuestro interlocutor que tenemos mucho trabajo acumulado y poco tiempo para él sino que, de manera implícita, le estamos dando a entender que tenemos muchos proyectos en activo, lo solicitados que estamos y, tangencialmente, lo importantes que somos o que podríamos llegar a ser. En una época en la que el tiempo es un lujo, pero ciertas formas de trabajo se perciben como un privilegio dentro de una esfera de trabajo donde flexible funciona como eufemismo para inestable y precario, la ausencia de tiempo se convierte, por contrapartida, en un indicativo de cierto estatus social porque no tener tiempo significa tener una ocupación constante. Sin embargo, tener una ocupación constante tampoco significa tener una constante fuente de ingresos. ¿Qué significa entonces estar ocupado?

Como analiza Hito Steyerl, aquello que solía ser trabajo se ha convertido ahora en ocupación. El trabajo ocupa nuestro tiempo y está orientado a un resultado, mientras que la ocupación no tiene aparentemente más finalidad que el hecho de pasar el tiempo y, como tal, no está sujeta la remuneración económica que implica el tradicional intercambio entre tiempo y trabajo. Pero con la reconversión del trabajo en ocupación, la ocupación se ha convertido en un fin en sí mismo. Nuestro trabajo consiste -cuando esa posibilidad existe, porque el arte no es un escenario en el que todos participamos en igualdad de condiciones, en el que todos somos Hito Steyerl- en estar ocupados todo el tiempo. Pervive, sin embargo, la idea de que no tiene que ser remunerado porque el trabajo artístico contiene su propia gratificación. De que así como somos privilegiados por trabajar “en lo que nos gusta”, somos por ello responsables de nuestra propia (auto)explotación frecuentemente poco -o nada- remunerada. Es más, subsiste todavía un mentalidad decimonónica que sigue considerando el arte como una ocupación, algo que hacemos para entretenernos mientras nuestra cuenta de banco genera ingresos por ella misma. Esta noción del arte como ocupación amateur existe fuera de nuestro contexto laboral, pero también dentro de él.

La apología del proceso en arte, que sigue operando en el campo de lo representacional, ha dado como resultado la proliferación de eventos, actividades y performances que nos mantienen a todos ocupados. Como trabajadores y como espectadores. Dejamos de escribir textos, de preparar dossieres para proyectos, de responder e-mails para ir a inauguraciones, debates, proyecciones, conferencias, presentaciones. Abandonamos el backstage del arte para participar en su puesta en escena. Interrumpimos el flujo de trabajo para participar en el flujo social y, como resultado, no dejamos de trabajar nunca. Las relaciones se convierten en contactos -formas de mercancía dentro de la economía del networking-, la comunicación en una imposición y la información en un flujo de datos del que extraer beneficios productivos o remarcar una posición intelectual.  Desplegar una presencia continua en un ámbito que tiende a la amnesia de muchos y la memoria de unos pocos.  La cadena de producción artística no termina en el “objeto” artístico. Este no funciona tan sólo como la materialización de las relaciones de trabajo –y explotación- que lo posibilitan, sino como detonador de las relaciones de trabajo –y explotación- que se dan con posterioridad y a través de él. Dentro de toda la cadena de elementos que participan en el mundo arte, el artista que produce el “objeto” artístico trabaja gratis o cobrando poco, pero también lo hace el crítico que escribe sobre él. La recompensa: el capital simbólico. Ese que no sirve para pagar las facturas ni llegar a fin de mes pero que nos sostiene gracias a la promesa de su materialización en futuras actividades que sí impliquen una ganancia económica significativa.

Pese a esta reconversión del trabajo en ocupación que dilata las horas y los espacios de trabajo, la presencia literal del cuerpo en muchas de las actividades que suelen estar remuneradas dentro del sistema arte indica cierta continuidad de una demanda física y presencial dentro del trabajo inmaterial. Como los trabajadores de la fábrica o de las oficinas, acudimos a un lugar de trabajo preestablecido durante unas horas a cambio de dinero, si bien nunca se trata solo de dinero. Las conferencias, charlas, presentaciones o talleres son actividades en las que ocupamos un espacio físico –también simbólico- durante un tiempo determinado, haciendo mesurables y perceptibles las horas de trabajo in situ, pero no siempre teniendo en cuenta las horas de preparación previas que implican dichas actividades. El trabajo inmaterial, que nunca empieza y nunca termina, aparece en el espacio y en el tiempo de otro –la institución-, que determina su precio, su valor, su interés y su pertinencia.

La división entre arte y vida es una de las aporías constitutivas del arte. Al establecerse una división entre las dos esferas se crea un problema pero, a su vez, este problema funciona como una solución a la demanda constante que pesa sobre el arte acerca de su supuesta utilidad en el mundo. El arte se presenta a sí mismo como necesario porque ocupa la realidad trabajando con ella. Esta división alimentada desde el propio contexto artístico se olvida, sin embargo, de que el arte siempre opera en la realidad. El distanciamiento entre arte y realidad es consecuencia de la supuesta autonomía del arte. Autonomía que fue reclamada en su momento para evitar la instrumentalización del arte y que finalmente provocó una pérdida de su relevancia social y, como contrapartida, una nueva instrumentalización del arte por parte de la realidad, transformando paulatinamente el trabajo artístico en trabajo social al imponerse como imperativo moral sobre las prácticas artísticas.

De la disolución del arte en la vida a la disolución de la vida en el arte. Del trabajo como algo que hacemos al trabajo como aquello que somos. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año durante los que se desarrolla una sobreidentificación entre nosotros y nuestro trabajo. La desregularización del tiempo de trabajo es uno de sus efectos, también una de sus causas. Respondemos e-mails y mensajes mientras cocinamos, a altas horas de la madrugada, mientras estamos en una conversación con otros, leemos textos en nuestro teléfono mientras esperamos a alguien, utilizamos el fin de semana o los días festivos para escribir los textos que no podemos escribir durante la semana, para buscar convocatorias, para preparar proyectos potenciales que nadie nos ha pedido, para escribir curriculums ambiguos en los que pesan más las instituciones que nosotros mismos, para luchar contra esa sensación continua de acumulación de trabajo que no conseguimos nunca resolver satisfactoriamente -como si existiese la posibilidad de llegar a un grado cero en el que no nos quedase nada más por hacer y poder disfrutar del tiempo libre sin sentimientos de culpa-. Abrimos nuestra bandeja de correo en los períodos vacacionales por temor a que se dé una situación que tengamos que resolver al momento, también a causa del deseo de que aparezcan en ella nuevos proyectos que nos permitan instalarnos en el futuro sin la ansiedad que producen los momentos de interrupción más o menos prolongados –esos que ocupamos trabajando en “otras cosas” para combatir la sensación de desorientación que nos produce la incertidumbre ante el futuro-. Y, a pesar de la sensación permanente de que no dejamos de trabajar nunca, padecemos un sentimiento de culpa continuo por nuestro modo de trabajo, por incluir en el tiempo de trabajo frecuentes momentos de procrastinación que utilizamos más o menos conscientemente para alcanzar situaciones de serendipia que nos digan cuál es el camino a seguir o que nos ayuden con la siguiente idea a incorporar en un texto que se nos resiste. Aún sabiendo que las cosas ya no son como antes, que la jornada laboral de ocho horas diarias consecutivas no es aplicable a nuestro modo de producción, que aquello que producimos no es material en el sentido clásico del término aunque siga proveniendo de nuestros cuerpos, permanece para algunos de nosotros la sensación de que deberíamos ser más disciplinados y trabajar por “nuestra cuenta” dentro de un marco temporal clásico en el que ser eficientes y productivos durante cada una de sus ocho horas.

Estamos instalados en la cultura del proyecto. En la construcción permanente de algo hipotético para un futuro posible. En planear sin disponer de los medios para la ejecución de todos esos planes. Ahora todo puede ser un proyecto, desde una idea embrionaria o un hábito coleccionista hasta la escritura de un libro o una estructura de trabajo en activo. También lo personal aparece filtrado desde la idea del proyecto y es así como empezamos a hablar de “proyectos de vida” para referirnos a un cambio de casa o de ciudad, pero también para una pareja, un hijo y la posibilidad de formar una familia. Esta cultura del proyecto ha terminado por convertir nuestras vidas en un proyecto en sí mismo y a nosotros en emprendedores de nuestras propias vidas, máximos responsables de lo que hacemos o sucede con ellas. No tener un proyecto, del tipo que sea, está penalizado. Significa estar desactivados para un sistema que nos deja exhaustos a través de la demanda continua de deseo y actividad por nuestra parte y que nos pide que hagamos del aburrimiento una situación creativa con fines productivos. Incluso el aburrimiento es capaz de verse reconvertido en un proyecto.

Esta condición permanente de agotamiento es algo que recoge Jan Verwoert en uno de los pocos textos sobre trabajo que habla en primera persona del plural, superando la distancia que produce todo análisis con un “ellos”, como si la precariedad –sucesora postfordista del proletariado- no afectase a quienes la interpelan críticamente. Sin embargo, no todos pertenecemos a la clase creativa a la que se refiere Verwoert. No todos aquellos que trabajamos en arte lo hacemos dentro del contexto internacional, espacio que no se refiere tanto a un afuera –del “propio” lugar- como a un adentro –en una clase social con más poder, más dinero y más voz dentro de la esfera pública a la que todos debemos aspirar para ser tenidos en cuenta-. La clase a la que seguramente pertenece Verwoert, si bien sufre las mismas condiciones extenuantes de trabajo post-industrial, funciona como una suerte de aristocracia del sistema arte y de la producción de conocimiento que se lamenta de nuestra precariedad económica e ideológica, pero que no la asume efectivamente como propia.

En Exhaustion and Exuberance Verwoert expone como “nosotros” no trabajamos. We perform. Esto es lo que se pide de nosotros porque con nuestra performance producimos capital intelectual y social, siendo a la vez la vanguardia y los nuevos esclavos del trabajo. Dos de las posibles preguntas que Verwoert se hace es que si, con la reconversión de trabajo en performance, realmente estamos (todavía) a cargo o si de somos (todavía) felices. ¿Cómo podemos resistir esta necesidad y esta exigencia de la performance? Restaurando la dignidad del “no puedo”, sin que nuestra negativa sea vista como una acción pasivo-agresiva ante las demandas del aquí y el ahora. Producir momentos de interrupción y consciencia, con toda la contradicción de que para no seguir produciendo tenemos que producir estados de suspensión. Actuar de manera que los demás no esperen nada de nosotros mismos. Pero, ¿qué sucede con lo que nosotros esperamos de nosotros mismos? ¿Cómo eludir la expectativas que nosotros tenemos sobre nosotros mismos y que derivan de las expectativas ajenas –de otros y del sistema- que juegan a nuestro favor, pero también en contra? ¿Cómo hacer que nuestro tiempo libre no sea una herramienta para restaurar las energías que siguen alimentando el sistema de agotamiento en el que vivimos? ¿Cómo hacer, en definitiva, que nuestro tiempo libre sea un tiempo liberado? I can’t because I care. La dedicación a los otros, pero también a uno mismo, como forma de resistencia contra la hiperproducción. Pero, ¿qué sucede cuándo muchos no podemos decir “no puedo”? Cuando negarse a trabajar no es una opción posible. O no lo es, al menos, a título individual. Cuando muchos no ostentamos el privilegio de la interrupción voluntaria porque la suspensión laboral involuntaria es parte de nuestras vidas y fundamento de muchas de nuestras preocupaciones.

El rechazo al trabajo fue una actitud promovida por el operaísmo italiano, movimiento que se negaba a considerar el trabajo como el factor fundamental de la vida humana. Nuestra alienación no es fruto de la explotación capitalista sino de la reducción de la vida al trabajo y de la ética social que exalta la dignidad del trabajo. La reducción del trabajo contra la apropiación de los medios de producción. Trabajar mejor como sinónimo de trabajar menos. Mucho antes, en el siglo XIX, Paul Lafargue escribiría El derecho a la pereza, alegando que la sacrosantificación del trabajo había desembocado en una nueva clase del locura: el amor al trabajo por parte del proletariado, dogma de la era industrial. Como también proclamaría Oscar Wilde, Lafargue consideraba el trabajo como una causa de degeneración intelectual. Claro está que su noción de trabajo poco tiene que ver con la nuestra. Tampoco la de vida intelectual, que ya nada tiene de contemplativa. En aquel entonces, la condición postfordista de nuestra época no estaba ni siquiera anticipada. Tendría que aparecer el artista como paradigma de la clase creativa contemporánea y Andy Warhol como ejemplo embrionario de la metamorfosis de la vida en producto (artístico) y de la rutina social en trabajo.

Décadas antes del surgimiento operaísmo y su contienda contra el trabajo, la filósofa Simon Weill vivió en primera persona la experiencia de la cadena de montaje al entrar voluntariamente a trabajar en una fábrica a finales de los años treinta. Su conclusión: preguntarse si Lenin o Stalin habrían puesto alguna vez sus pies dentro de una fábrica para celebrar de tal manera la realidad de los trabajadores. Tomando el relevo a Simon Weill, los operaístas fueron los primeros en pedir una revaluación del pensamiento en torno al trabajo y en cuestionar la posición central del proletariado dentro del mismo. Siguiendo esta línea, Michael Hardt y Antonio Negri expondrán que es precisamente la clase trabajadora aquella que inventa las formas de producción social que el sistema usará en el futuro. La noción de multitud, que recoge Paolo Virno de Thomas Hobbes, será retomada por ellos para referirse a una multiplicidad que puede actuar en común. Al no ser una clase social, no puede construir una conciencia de clase. Si bien la multitud no permite la creación de una suerte de ejército de la clase trabajadora, anuncia la crisis del estado nación. Según Virno, la lucha operaísta supuso un simulacro de radicalidad y no tanto la consecución de unas metas propuestas. Es más, la proclama autonomista -sucesora del operaísmo- en su rechazo a los “trabajos de por vida” funciona como una predicción de lo que nos sucedería después: el paradigma postfordista, dentro del cual la lucha de clases ha pasado a convertirse en una mitología contemporánea y en el que la condición servil del trabajo ha sido sustituida por la disolución de la vida en el trabajo.

En un intento de poner en práctica el rechazo al trabajo dentro del sistema del arte, Gustav Metzger planteó a finales de los años setenta una huelga general de tres años para los artistas. Bajo el razonamiento de que aquellos que vivían de su práctica artística tendrían suficientes ahorros como para no trabajar durante varios años y que aquellos que no podrían dedicarse a otras cosas para vivir –como venían haciendo ya y como sigue sucediendo todavía-, la propuesta de Metzger luchaba contra la instrumentalización del arte por parte del estado y buscaba una reforma radical del mercado del arte. Entre el plagio y el homenaje, Stewart Home se apropiaría de la idea de Metzger años más tarde. Consciente del fracaso de la primera, Home inició una campaña propagandística a favor de una nueva huelga artística. Durante los tres años que estuvo en inactivo, Home abandonó la campaña además de su práctica artística, siendo conducida por terceros. Con el paso del tiempo y la implementación del valor simbólico del arte, ambas huelgas han pasado a formar parte de la carrera artística de ambos artistas y, por consiguiente, han sido metabolizadas por la noción de proyecto artístico. La propia “naturaleza” del arte hace que este sea posiblemente el único espacio en el que no trabajar se convierte, efectivamente, en una forma expandida de trabajo. Cualquier intento de no hacer arte por parte de un artista termina por convertirse en una práctica artística más, extraviando su propia razón de ser. Además, a ello se une la imposibilidad del derecho a la huelga dentro de un marco de trabajo en el que no estamos contratados ni ofrecemos –en apariencia- un producto necesario que, en su ausencia, pueda llegar a colapsar el sistema económico. Sin embargo, esta no necesidad del arte flaquea si tenemos en cuenta el rol activo que posee el mercado del arte dentro de un sistema económico que privilegia la especulación, la posición del arte dentro de las industrias culturales y el turismo, su aporte simbólico dentro de las identidades nacionales y, en el plano personal, la necesidad para muchos de hacer lo que hacemos, aunque supuestamente no haya nadie que nos lo pida y no parezca interesarle a la gran mayoría.

En el plano teórico, una huelga general en el mundo del arte –no sólo de los artistas- o el derecho a no trabajar son reivindicaciones lícitas y comprensibles. Pero también ingenuas en una época donde cada uno de nosotros se identifica y es identificado con lo que hace, donde la mayor parte de nuestras relaciones personales están vinculadas a una esfera de trabajo o surgen, precisamente, de proyectos que hemos llevado a cabo o en los que hemos participado. No es solamente que no hay un afuera del arte para nosotros, sino que los elementos que se supone que constituirían ese afuera (amigos, pareja, tiempo libre, viajes) nos vienen dados precisamente por el arte, por el trabajo. La división entre arte y vida que se interpreta desde el marco teórico del arte es tan ficticia como la división entre vida y trabajo con la que todavía analizamos la realidad. Un concepto en apariencia sencillo como es la vida se vuelve tremendamente confuso y enrevesado cuando uno intenta delimitar su campo de acción dentro de la experiencia personal. Como si el trabajo no hubiera formado parte de la vida siempre, aún sin absorber todas las horas de un día o sin aparecer durante el fin de semana. Como si no hablásemos de arte o de trabajo en nuestros ratos libres. Como si no leyésemos libros en nuestro tiempo de ocio que después incorporaremos en algún proyecto. Como si existiese un afuera de todo aquello que nos estorba al que acudir para ser completamente felices: aquello que llamamos vida. Como si esa vida no nos hiciese también infelices. Como si fuera posible extrapolar la felicidad del trabajo o negar que muchas veces contribuye a nuestra felicidad, sin que esta se corresponda necesariamente con el ánimo entusiasta neoliberal de las películas de Hollywood. Como si no fuese cierto que con frecuencia nos escapamos de esa misma vida que tanto ansiamos gracias al trabajo, utilizándolo para olvidarnos de nuestros problemas personales durante unas horas y poder volver con energías renovadas de vuelta a la vida, así como abandonamos el ordenador o dejamos de contestar al teléfono durante un día entero para poder afrontar de nuevo la esquizofrenia identitaria que nos producen la hipercomunicación instantánea y la demanda de nuestra presencia continua en algún lugar, ya sea dentro y fuera de la pantalla. Como si la vida no se pareciese demasiado a nuestra bandeja de entrada de correo electrónico, donde las personas que queremos, los conocidos a medias y los desconocidos, las instituciones, los bancos, la publicidad, los billetes de avión de nuestros viajes o de los conciertos a los que iremos están todos reunidos en un mismo espacio.

¿Podemos existir realmente de otra manera? ¿Podemos volver compactas las categorías para separar sus elementos y elegir dónde queremos estar? ¿Hacer que el trabajo se quede fuera cuando frecuentemente trabajamos en casa? ¿Hacer que la vida se quede en casa cuando salimos a trabajar a otro lugar? ¿Podemos desaparecer transitoriamente sin consecuencias permanentes? ¿Queremos hacerlo? ¿Podemos admitir(nos) que trabajar en arte y el cultura nos hace sentir, a pesar de la precariedad y la inestabilidad, más especiales que otros? ¿Podemos dejar de sentir vergüenza cuando les decimos a esos otros en qué trabajamos? ¿Es el trabajo en sí mismo el origen del problema o lo es la materialización de las relaciones de poder y explotación que se llevan a cabo dentro de él? ¿Es nuestra concepción de la vida? ¿Nuestra manera de entender las relaciones, no tan sólo de trabajo? ¿Podemos seguir afirmando que el arte es un campo de pruebas para otros modos de hacer cuando es también la esfera de trabajo que genera, acepta y aumenta nuestra precariedad económica e ideológica? ¿Podemos vivir una vida exuberante con un trabajo precario? ¿Podemos desatender nuestra bandeja de entrada sin por ello sentir que estamos descuidando nuestra vida?  Y si es así, ¿cómo?