Uno de los filtros más frecuentes a la hora de analizar la historia del arte contemporáneo es la desmaterialización de la obra, un actitud que significa más una transferencia de lugar del valor del arte que una desaparición literal de los materiales y que quizás ha sido fruto de lo que podríamos llamar un “cansancio de la forma”. Los efectos de dicho cansancio se perciben también en el lenguaje cuando al leer el término “formalista” aplicado al arte se sobreentiende una cierta carga peyorativa y no tanto el impulso o el aspecto formal de las obras. Es por ello que cuando aparecen títulos de proyectos artísticos como Formalismo puro o Realismo, de David Bestué, se intuye no un retorno nostálgico al pasado de la terminología estética, sino una resignificación de los términos desde la producción artística actual. Si en el primero de ellos Bestuè propone una historia de la arquitectura española de los últimos cien años en la que la forma no existe con independencia de las ideas o de la ideología de un país, en Realismo se ocupa de trazar una historia de la ingeniería española que es también la historia de una tensión: la que existe entre el elemento racional y el ingrediente superfluo de la disciplina gracias a la aparición de tecnologías de cálculo computerizado. A diferencia de muchos procesos de investigación que terminan adoptando el texto como formato de presentación, Realismo es también un proyecto que incide en el carácter real de la forma, en la capacidad que tiene la escultura para ser y no para representar. Una escultura que ya no se entiende desde la peana sino desde los efectos físicos, la historia y la ideología de la forma.