Se preguntaba Raymond Carver –y de paso nos daba varias respuestas posibles gracias a los enredos de la ficción- de qué hablamos cuándo hablamos de amor. Alimenta Martí Manen, sin interrogantes, una pregunta instalada en una aserción. Contarlo todo sin saber cómo. Y ya que mencionamos el amor, aún y cuando no hablemos de él, podríamos decir –sin ánimo de perpetrar spoilers a estas alturas- que esta novela que se presenta como una exposición de tapa blanda elabora un ejercicio contrario a lo habitual en este tipo de narrativa. Porque si muchos novelistas se apoyarían en otras cuestiones –entre ellas el arte- para hablar de amor, Martí Manen, de profesión comisario, usa el amor -aunque sea de manera oblicua- para hablar de arte.
En el orden del interrogatorio deductivo, una cuestión que podría continuar la trama momentánea de este texto sería de qué hablamos o podemos hablar cuándo hablamos, no ya de arte, sino desde el arte. La misma pregunta se hace –para, una vez lanzada, transferirla al público- Contarlo todo sin saber cómo, un proyecto que, sin caer en antagonismo de las divisiones, se fracciona estratégica y complementariamente en dos partes: una exposición y una novela. Hablar de la exposición presenta aquí un problema de base empírica ante la imposibilidad de hablar de aquello que no se conoce de primera mano. Contarlo todo se convierte entonces en contarlo todo a medias.
Sin embargo, para hablar de una novela que surge de –o con- una exposición, sería casi obligatorio hablar de ésta. Cómo hablar de una exposición que no se ha visto instaura una pirueta retórica parecida a cómo hablar de libros que no se han leído, aquel ejercicio desarrollado por Pierre Bayard que quizás no vale la pena cometer cuando es posible hablar de aquello que sí se conoce. De Contarlo todo sin saber cómo conocemos dos cosas: la intenciones generales del proyecto (expositivo) y la novela que surge como plausible corolario del mismo. Si las primeras se centran en la narratividad dentro del arte, la segunda practica –con buenas notas- el arte dentro de la narratividad. No obstante la ficción de por medio, uno de los epicentros de la narratividad, ¿es posible emplear los mismos parámetros a la hora de analizar literatura y arte? Teniendo en cuenta las necesidades experienciales y las particularidades diferenciales de cada dispositivo, ¿es -a la vez- el lector un espectador?, ¿es -a la vez- el espectador un lector? ¿Es, nuestra multiplicidad de puntos de vista, simultánea o irremediable y parcialmente yuxtapuesta?
Contarlo todo sin saber cómo incide en la capacidad narrativa del arte y en la capacidad experimental del arte a la hora de elaborar dicha narrativa. Aún sin haber pisado la exposición, podemos saber que la mayoría de trabajos allí expuestos apuestan por el formato vídeo a la hora de trabajar lo narrativo. Pero dada la extraordinaria capacidad semántica del arte mediante la hibridación de lenguajes y formatos, ¿por qué asociar lo narrativo en materia de arte a la imagen en movimiento o, en muchos otros casos, a lo explícitamente textual o a la aparición de libros en el dispositivo? ¿Qué aporta a la experimentación narrativa un video dentro de una exposición que no pueda aportar un ejemplo de cine experimental dentro de una sala de proyección a oscuras? Puede que sea una cuestión de tediosos matices de raíz terminológica o que haya que buscar la respuesta, no tanto en las obras, como en el display de las mismas. El de cada una de ellas y el de la exposición en su conjunto.
Si hay un género narrativo que destaca por encima de todos, éste es (casi) sin duda la novela. A pesar del error implícito, decir literatura es como decir novela. En nuestro gusto por el pensamiento comparativo, la exposición no se ha equiparado tanto con la novela como con el ensayo. Sin embargo no sería tan descabellado buscar otro género a la hora de pensar, en primer lugar, la mayor parte de obras de arte: la poesía. Y no porque sean o deban ser poéticas, sino por la falta de clausura en un significado tendencialmente múltiple y abierto. Sólo que, mientras a la poesía nadie le pide una traducción en prosa de su significado, al arte sí le exigimos una explicación prosaica que haga más inteligible su sentido. Y caemos en el error de pedirle que sea novela, casi best-seller. El propio Martí Manen, en su texto Salir de la exposición, prolonga y confirma esta analogía cuando nos dice: “la exposición sería poesía por el motivo de querer decir más de lo que textualmente dice”. En relación a Contarlo todo sin saber cómo, proyecto del que no nos hemos ausentado aunque lo parezca, Salir de la exposición funcionaría como un ensayo, un manual de intenciones entre complementario y premonitorio de una exposición que también sucede dentro de una novela.
Contarlo todo sin saber cómo, la novela, tiene algo de best-seller. Eso sí, obviando el componente peyorativo que ha acabado por contagiar el término. Por un lado, engancha a las pocas páginas y se lee de un tirón. Incluso, una vez terminada quedan ganas de más, de seguir dentro de una historia que se ha terminado pero cuyo relato nos sigue rondando por la cabeza. Por otro lado, la estética de su edición no deja lugar. Si la portada nos hace pensar en la literatura romántica (de romance, que no de romanticismo), el giro natural de todo lector sobre un libro hacia su contraportada nos confirma el eco del best-seller gracias a esas frases, sentencias con fines comerciales, sobre la potencia y lo cautivador de la historia que allí dentro nos espera.
De una novela que surge de una exposición –y por consiguiente, de unos códigos narrativos determinados por la indeterminación – posiblemente muchos esperaríamos algo muy diferente a lo que narra Martí Manen en Contarlo todo sin saber cómo. Algo críptico y rebosante de subtextos. Como en el arte. Como en la literatura que habla de sí misma y para sí misma. Contarlo todo sin saber cómo no experimenta con la narrativa como lo haría una novela surgida de un escritor con voluntad de romper con las normas y las estructuras habituales del género. No deconstruye –por usar esa palabrota posmoderna tan de moda y en peligro de convertirse en muletilla para intelectuales- formalmente la novela. Contarlo todo sin saber cómo no es Rayuela ni La broma infinita. Pero quizás ahí esté la gracia: en utilizar el arte para narrar una historia cercana e inteligible, una historia de amor a fin de cuentas. En demostrar que se puede hablar de arte confiando en el lenguaje textual. En manipular lo –no tan- críptico hasta convertirlo en algo descifrable. En darle nuevos usos a las obras de arte. Por ejemplo, convirtiéndolas en anécdotas de vidas inventadas. En escribir una novela y no intentar reescribir la novela. En sacar al arte del espacio expositivo, del catálogo y del ensayo. Y es entonces que sin ser metanarrativa al uso, Contarlo todo sin saber cómo se convierte en un metarrelato ficcional gracias a los casi cincuenta relatos artísticos que contiene en su interior.
Esta historia donde él y ella son anónimos empieza con una muerte que si tiene nombre. La de Felix. Y apellidos. Gonzalez-Torres. Así, con las tildes suprimidas. Para continuar construyendo un repositorio de arte donde, si no fuera por las notas en los márgenes de algunas páginas, no sería nada sencillo reconocer ese material que da forma a la exposición del CA2M y que aquí funciona de la siguiente manera. The House, de Eija-Liisa Ahtila, se convierte en una momentánea alucinación de uno de los personajes y en un recorrido por el exterior doméstico de una casa propia por ajena. El trabajo de Rosana Antolí –La primera cena (llegar a la última era cuestión de tiempo)– sirve para imaginar una situación tan incómoda como habitual, una comida familiar. La isla en movimiento sobre la que Rosa Barba construye una ficción documental titulada Outwardly from Earth’s centre, es aquí un territorio “real”, un cachito de Finlandia que se permite avanzar cinco centímetros cada año. Los diferentes videos de Keren Cytter se convierten en una cinematografía imposible de recordar con claridad a causa de la confusión propia de los estados de somnolencia delante del televisor. También en la escena de un reencuentro deseado a medias. Lo que todo lector con buenos modales no debe hacer, anotar comentarios dentro de los libros, y más si son de todos y de nadie porque pertenecen a una biblioteca, aparecen como una introducción de la realidad en esta ficción literaria de la mano del trabajo de Kajsa Dahlberg, A Room of One’s own/ A Thousand Libraries. Otro trabajo de esta artista se disfraza de cartas rechazadas gracias a un destinatario que las recoge pero que se niega a abrirlas, Female Fist. La ficción propuesta por Lilli Hartmann en The Bun In The Oven se introduce en la mente de un personaje dispuesto a imaginarse una película sin la necesidad de recurrir a las que nos son dadas, ya sea yendo al cine o sentándonos en un sofá para perdernos dentro del televisor. This Quality, de Rosalind Nashashibi, sirve como estímulo para una grabación doméstica entre los dos protagonistas donde ella sabe aguantar la mirada al mismo tiempo que fantasea con esconderse. Otro proyecto de la artista, esta vez a dúo con Lucy Skaer, Flash at the Metropolitan, nos invita a imaginarnos un museo a oscuras donde cualquier pieza que pudiéramos llegar a ver tuviera el efecto y la duración de un destello. Christodoulos Panayiotouy su Wonderland aparecen dentro de un periódico, ese artículo tan de fin de semana. Los títulos que componen su otro trabajo dentro de la exposición (Act I: The Departure; Act II: The Island; Act III: The Glorious Return) dan inicio al epílogo de una historia que termina reflexionando sobre las construcción y el sentido de las historias personales. El relato de Eva y Adán creado por Job Ramos en The First Tale A + E, convoca ciertos lugares comunes del existencialismo a la vez que instaura un fugaz debate sobre el control y la improvisación en la actuación. Kajsa, de Alex Reynolds, se camufla dentro de un turista laboral en Nueva York que, gracias a lo personal e intransferible de la música desde unos auriculares, se convierte en el protagonista consciente de algo así como un videoclip urbano. Y por último pero también en el medio de la novela, la utopía comunitario-familiar de Le Buisson St. Louis de la misma Reynolds, permite la aparición de unos personajes secundarios post Mayo del 68: los bohemios burgueses, con sus contradicciones y sus expectativas decepcionadas.
Contarlo todo sin saber cómo, tras su lectura nos hace pensar que su autor, Martí Manen, nos ha engañado a voluntad con el título. Porque seguramente no nos ha contado todo lo que quisiéramos saber de esta historia –por ejemplo, los nombres de los protagonistas- y porque sí sabe contarnos aquello que nos quiere contar. Contarlo todo sin saber cómo nos hace pensar, irremediablemente también, en aquellos productos de la literatura que se han atrevido a inmiscuirse en los asuntos del arte, aunque sea utilizándolo como música de fondo para toda una serie de tramas que todavía no se han enfrentado al arte como a muchos nos gustaría. Si bien muchos artistas han sabido sacarle gran rendimiento a la literatura en sus proyectos, hincarle el diente al arte –rompiendo, de paso, el mito del artista moderno- desde la ficción es uno de los deberes pendientes de la literatura. Eso sí, podemos consolarnos con lacónicos pero imperecederos pasajes como aquel capítulo 19 de Rayuela en el que Horacio se dirige a La Maga. “-Ah -dijo Oliveira-. Así que yo soy un Mondrian.”