En Berlín, el arte es como los refrescos o las cervezas: abundante, heterogéneo y suculento. Si los segundos se venden veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año gracias a una prolífica cartografía de bares, clubes, spätkauf y algún que otro supermercado, el arte no se queda atrás y se extiende inasible a través de museos, galerías, centros de producción, kunstvereine, estudios de artista, patios domésticos, calles y edificios. La diferencia es que la mayor parte de estos lugares sí tienen hora de cierre, a diferencia de los anteriores. Y que no sirven alcohol en sus inauguraciones.
Parece ser que Barcelona es famosa en el extranjero por ser una ciudad que nunca duerme. A todos los que comparten esta opinión les recomendaría dos cosas. Primero, que permuten el verbo dormir por dormitar porque entonces el lugar común se vuelve lugar habitual y nuestra odiosamente querida Barcelona deja el insomnio de lado para pasar a convertirse en una ciudad que se sobrevive a sí misma entre la narcolepsia, la dormitancia y los estados alterados. Segundo, que se den una vuelta por la capital alemana. A poder ser, en bicicleta.
Por odiosas que sean las comparaciones, las ciudades se miden gracias al clásico método del antagonismo bipolar. El resultado inminente es que admiramos de la ciudad ajena lo que la propia no posee y desearíamos que tuviese. Y viceversa. La comparación empírica pero superficial es la herramienta subjetiva que tiene todo ser humano a la hora de calibrar estos dos polos dentro de las residencias ocasionales que permite el turismo. El turista –para los detractores del término ofrecemos el concepto de “viajero sucinto”- ocupa un rol determinado, intercambiable y efímero dentro de un territorio, muy diferente al papel que ejerce el ciudadano. Cualquier perspectiva de una cotidianidad dentro del mismo está marcada, ante todo, por la benevolencia implícita de las vacaciones. Porque, mientras que el turismo es lúdico, la ciudadanía es una cuestión política.
Me permito esta digresión para advertir que cualquier intento de crítica acerca de la producción artística en una ciudad que no es la propia está determinada por los siguientes y más factores: el desconocimiento del contexto de producción y exhibición, la clemencia existencial durante el período vacacional, los problemas de interpretación dentro de las dinámicas de traducción cultural, el entusiasmo por lo desconocido y la capacidad crítica del “outsider”.
Si las no tan últimas tendencias del pensamiento contemporáneo llevan años ocupándose de etiquetar el mundo en dos epígrafes (ya se sabe del gusto occidental por la separación en grandes bloques que suman dos a base de separar uno de otro) que diferencian lo global de lo local como quien separa semillas de judías, el arte, como mundo que es, no iba a ser menos. A un tal arte global le correspondería una réplica por parte de un tal arte local. Pensando Berlín desde estas dos categorías extensibles a cualquier otra metrópolis, efectivamente, existen espacios conocidos por la mayoría para ese arte global. La singularidad de Berlín es que, a su vez, existe una inmensa minoría de espacios para producir y exhibir un arte, dígamoslo sin bajar la cabeza, local. Y es que si algo le sobra a Berlín es espacio. Este superávit espacial convierte a Berlín es una ciudad “XL” donde las calles son muy largas y muy anchas, las habitaciones duplican y triplican el tamaño de las de Barcelona, los bosques se llaman parques, y, en consecuencia, las salas de exposiciones, galerías y museos tienen dimensiones descomunales si las comparamos con las de aquí.
Que el principal museo de arte contemporáneo de una ciudad ha de ser uno de los edificios más grandes y extravagantes del complejo urbano institucional no sorprende. En esto, Berlín no se impone sobre Madrid, París o Londres. Lo que desconcierta es, al contrario, la capacidad volumétrica de los espacios “menores” del arte. Y desconcierta aún más la falta de paternalismo institucional a la hora de montar una exposición de eso que conocemos como “arte emergente”. Esto se traduce en que, en Berlín y entre varios artistas, es posible alquilar un espacio considerablemente grande y dotar de visibilidad a un arte que, aquí, está condenado a la invisibilidad del almacenaje forzoso en los talleres de artista. Esto se traduce en que, mientras en Barcelona muchos artistas emergentes sueñan y compiten sin luchar cuerpo a cuerpo por un estudio en Hangar, allí, por el mismo precio, se consiguen un taller el doble de grande. Y sin los jerárquicos procesos burocráticos de la institucionalización artística o la ambigua horizontalidad de los concursos conceptuales.
De la cuestión espacial quizás sería plausible elaborar la siguiente hipótesis: la existencia de espacios grandes a precios asequibles podría ser uno de los condicionantes a la hora de producir piezas de gran tamaño y materiales pesados (y la posibilidad de costearlos, evidentemente). O lo que es lo mismo, en el arte emergente, las condiciones de producción determinarían la propia producción. Partiendo de esta hipótesis sería pertinente, pues, preguntarse si esa tendencia que tiene el arte emergente catalán hacia lo “postconceptual” y las obras de pequeño formato no vendría a ser tanto una libre elección formal por parte del artista sino cierta imposición dada por los condicionantes de producción y exhibición, entre ellos el espacio.
Volviendo a Berlín, que es donde creíamos estar, y más concretamente a la dicotomía funcional entre un arte global y un arte local, la capital alemana posee una sede de uno de los dispositivos globales del arte por antonomasia: un Guggenheim. Para marcar la diferencia con sus cofrades, la franquicia alemana exhibe un distintivo nominal, siendo conocido como Deutsche Guggenheim. En oposición con otros espacios de la fundación y en concomitancia con el de Venecia, su edificio no es fruto de una construcción ex novo sino que se emplaza en un edificio ya preexistente y no demasiado particular. De hecho, el Deutsche Guggenheim pasa más bi en desapercibido en el barrio. Y en el mundo. Es más, teniendo en cuenta todo lo mencionado anteriormente, es uno de los espacios institucionales de exhibición más pequeños de la ciudad. Pero, con todo lo que hay en Berlín, ¿para que hablar de un Starbucks del arte? Pues porque la exposición que acoge actualmente, Once Upon a Time. Fantastic Narratives in Contemporary Video es una prueba irrefutable de cómo el arte político ha sido engullido, no ya por la institución –la cual, sinceramente, es la que lo ha hecho posible dándole voz y voto aún con el riesgo de enmudecerlo- sino por la institución del capitalismo cultural por excelencia. Once Upon a Time no tiene nada de narrativas fantásticas. Pero sí mucho vídeo. Once upon a Time es aquí y ahora. Personalmente, no era en una sede del imperio Guggenheim donde yo hubiese imaginado ver por vez primera, en diferido y en directo, Cuando la fe mueve montañas de Francis Alÿs. Esos “fairytales” que exhibe ufano el Deutche Guggenheim son un compendio de videos que denuncian la defectuosa situación social en la que se hallan muchos seres humanos dentro de un mundo que clasifica los países en un podium. A Alÿs lo acompañan Cao Fei, Mika Rottenberg, Pierre Huyghe, Aleksandra Mir y Janaina Tschape. Y enumerar artistas es lo mismo que no decir nada pretendiendo haber dicho algo. Once Upon a Time es una exposición que, hoy día, puede interesar mucho más por ser un ejemplo práctico de la gran contradicción que envuelve al mundo del arte que por los videos que allí se exhiben. ¿Qué es lo que toca pensar cuándo un espacio que implementa con cultura el capitalismo neoliberal se atreve a promover artistas que denuncian dicho sistema? ¿Se nos revuelve el estómago como espectadores o simplemente pensamos en cuál será la próxima cerveza que probaremos en Berlín? Ahora que el “arte político” ha alcanzado los mismos estándares de visibilidad que Picasso o Pollock, ¿cuál es su siguiente cometido visto que aquello de cambiar el mundo descansa en paz? Atendiendo a la coherencia entre el artista y el mercado, aquello de que Damien Hirst es uno de los artistas más políticos que existen va a dejar de ser una broma interna del mundillo para pasar a ser una cierta incertidumbre.
Los grandes museos de arte contemporáneo se parecen a los aeropuertos. Ambos son espacios de transición sin demasiadas particularidades nacionales, núcleos fundamentales para el desarrollo de una cultura del turismo y un turismo de la cultura. La sensación que se tiene dentro de un aeropuerto es muy semejante, estemos en el de Beijing o en alguno de París. Lo mismo sucede con los museos. A pesar de la singularidad del recipiente y de ciertas connotaciones nacionales en cuanto a la selección de artistas dentro de su colección y sus exposiciones, entrar en la Tate Modern es como entrar al Reina Sofía. Uno no está ni en Londres ni en Madrid. Uno está, simplemente, en el territorio internacional del arte contemporáneo. Es más, cuando uno entra a lugares como la Hamburger Bahnhof siente que, de alguna manera, está saliendo de Berlín.
Esta antigua estación de tren es el museo de arte contemporáneo más importante de Berlín y visita ineludible para todos los incondicionales de Joseph Beuys, no obstante el demiurgo de moda en Berlín ahora sea el sensacional Olafur Eliasson. Pero más allá de los iconos del arte contemporáneo, la exposición que destacaría dentro de la Hamburger Bahnohf es la de los cuatro artistas que optan al Preis Der Nationalgalerie Für Junge Kunst, un premio para artistas jóvenes, entre los 30 y los 40 años, dotado con 50.000 euros. Si bien su recompensa crematística está al mismo nivel que la del codiciado Turner Prize (40.000£), su impacto mediático es considerablemente menor. Aquí habría que tener en cuenta que, mientras que el Turner Prize tiene ya veintisiete años de andadura, el Preis Der Nationalgalerie Für Junge Kunst apenas va en triciclo con sus seis años de existencia. La gran pregunta es: ¿para cuándo un premio de arte joven –que no una beca de arte emergente- en nuestro país? Quizás para cuando el Reina Sofía supere en número de visitantes al Museo del Prado. Así que ya podemos esperar sentados…
De los cuatro artistas que optan al Preis Der Nationalgalerie Für Junge Kunst, Cyprien Gaillard, Klara Lidén, Andro Wekua y Kitty Kraus me permito colocar con anterioridad el galardón a la última de la lista quien, con 35 años y varias exposiciones indivuales en Berlín, New York o París, no tiene página web propia. La anécdota me parece, cuanto menos, remarcable en una época como la nuestra donde todo artista joven está obligado a tener un apéndice en formato .com si quiere ser (re)conocido.
A este premio le criticaría una cosa: no tener al menos un folio explicando las piezas allí expuestas y varias líneas con la trayectoria de cada uno de los artistas. De Kitty Kraus, el libreto informativo general de la Hamburger Bahnohf dice “composed with an eye of dramaturgy, Kitty Kraus’s installations render moments of fragility and dissolution tangible and provoke questions on our own existence and its finality” , quedándose tan anchos con una de esas pretenciosas descripciones del arte que, inventariando conceptos tan sublimes, no dicen nada de nada. Para mayor información sobre Kitty Kraus recomiendo nuestra agencia de detectives predilecta: Google.
No obstante, a esta artista alemana la descubrimos en el n.b.k (Neuer Berliner Kunstverein) dentro de Kunst und Philosophie, un evento formado por una pequeña exposición y un ciclo de conferencias en torno a las relaciones que se dan entre uno de los matrimonios más consagrados y analizados de la cultura occidental: el del arte con la filosofía. Kunst und Philosophie se lleva el premio esnórquel a la mejor exposición vista en Berlín durante dos semanas en las que, evidentemente, su parcial jurado individual se perdió muchas otras cosas. Nueve obras de diez artistas y nueve pensadores levantan la arquitectura conceptual y formal de Kunst und Philosophie, entre los que cabría destacar por su reputación la presencia del impronunciable Thomas Hirschhorn y de Chantal Mouffe, pensadora célebre por tratar esas cuestiones que se pusieron tan de moda en el MACBA de hace unos años: la relación entre filosofía, política y -algo de- arte. Desde preferencias personales nos quedamos con los cristales de Kitty Kraus en aparente suspensión precaria. Algo así como un apeo de Richard Serra en vidrio.
En Berlín, sin embargo, es posible encontrar espacios digeridos por el arte que sólo podrían encontrarse en una ciudad que ha vivido un conflicto bélico de magnitudes mundiales. La colección Sammlung Boros se emplaza, nada más y nada menos, en un búnker. Construido en 1941 y con una larga biografía que hizo de semejante monolito habitable un almacén de tejidos, de frutas tropicales, un club de techno –cómo no-, una sala de teatro y, finalmente, el espacio más insólitamente adecuado para una colección de arte privada. A ver quién es el listo que entra a robar una de sus piezas. Y que sale. Pero la hazaña de Christian Boros (ayudado por una flamante cuenta bancaria y no pocos contactos determinantes a la hora de artistitucionalizar un búnker) no termina ahí: el señor Boros se encargó, además, de contratar un equipo para reconstruir el edificio bélico, ardua tarea de cinco años en la que tirar uno de los techos costó un año entero de trabajo. Y de paso, aprovechó para hacer de la parte superior un flamante penthouse para usufructo del coleccionista y familia.
El Bunker Berlin de Sammlung Boros no es una colección de arte contemporáneo. Es una experiencia espacial donde el edificio impacta al visitante mucho más que cualquier zalamería imposible de la arquitectura contemporánea. Los diez euros que cuesta la entrada, previa reserva y con servicio de guía obligatorio, se pagan muy a gusto en un tiempo en el que ya nada sorprende. Y mucho menos el emplazamiento de la producción artística contemporánea, que nos tiene muy acostumbrados a piruetas arquitectónicas dentro de los restos de una arqueología industrial en constante revalorización y recuperación. Las fábricas del XIX se olvidaron de que alguna vez fueron fábricas y basta con echar un ojo a un edificio fabril en ruinas para colocarle mentalmente una exposición de arte contemporáneo. O una fiesta.
Si en cuestiones arquitectónicas, a Christian Boros le gustan los volúmenes espaciales consistentes y pesados, en cuestiones artísticas observamos que una de sus predilecciones –y la de tantos otros- es Olafur Eliasson. La gran exposición del danés en Berlín tuvo lugar hace un año en la Martin Gropius Bau, convirtiéndose en uno de esos acontecimientos con gran impacto mediático que, muy de vez en cuando, también consiguen interesar al público no especializado. El adjetivo que mejor encaja con aquella exposición es el de “impresionante”. Cierto sector de la crítica artística no cesa de emitir airados juicios contra artistas que, como Eliasson, se “han vendido” al capitalismo del ocio y a la palabrería somática de la experiencia sensible. Para alguien del contexto barcelonés, poco amigo de instalaciones faraónicas y arte espectacular y muy dado a la pérdida de la cuestión estética a favor del aspecto conceptual, el trabajo de Olafur Eliasson puede verse desde dos perspectivas diferentes: como el intento de convertir el arte es un espectáculo de naturaleza artificial de acuerdo con las demás dinámicas culturales de un capitalismo de y para el ocio; como uno de los ejemplos de honestidad artística más palmarios que existen. Olafur Eliasson, en el fondo, nos obsequia con lo sublime de las formas, dos conceptos que impregnaron la Historia del Arte durante mucho tiempo. Tras repetidas discusiones acompañadas a base de cerveza y tabaco, uno termina por aceptar la segunda posibilidad tras haber defendido obstinadamente la primera. El trabajo general de Olafur Eliasson es como cada una de sus piezas por individual: exigen una mirada atenta por parte desde varios y diferentes puntos de vista.
En un contexto como el nuestro donde la mayor parte de las exposiciones que tiene lugar en Barcelona, digámoslo de una vez por todas y sin miedo, son aburridas, tanto Olafur como el búnker de Boros son una alternativa execrable. La pregunta que valdría la pena hacerse es si en nuestro contexto social podría existir alguien que, como Boros, consiguiese reunir una colección privada con más de 70 artistas contemporáneos que poco tiene que envidiar a muchas colecciones institucionales. Y mostrarla al gran público. Quizás es cierto que hay demasiado Olafur Eliasson, pero para eso es un coleccionista particular que tiene la libertad de dejarse guiar por su gusto personal a la hora de comprar arte.
Pero a Boros no sólo le gusta el artista danés más internacional. Santiago Sierra, Kitty Kraus, Rirkrit Tiravanija, Tracey Emin, Florian Slotawa, Sarah Lucas, Monika Sosnowska y largo etcétera de artistas contruyen su colección. Aunque no es la idea de site-especific lo que vertebra Bunker Berlin, muchas de las piezas encajan perfectamente en el espacio y, a primera vista, parece que el diálogo preceptivo funciona bastante bien. Se agradece salir del cubo blanco por un rato, aunque sea para entrar en un cubo gris sin puertas y sin ventanas.
Sin embargo, Berlín no se ha convertido en el destino predilecto de muchos artistas por sus consagradas instituciones. Y tampoco por ser la capital alemana. Así como Barcelona no es España, Berlín no es Alemania. Y porque Berlín es Berlín y no otro Londres u otro París, desde hace unos años, la inmigración artística es uno de los atractivos para el turista habitual y el ciudadano ocasional. Responder desde aquí a la pregunta de por qué muchos quieren vivir en Berlín –a pesar del idioma, a pesar del clima- sería un ejercicio estéril porque para responder a esa preguntar es necesario vivir o haber vivido allí durante un período que no pueda considerarse exclusivamente vacacional.
A pesar de todo, en pocos días es posible intuir, quizás darse cuenta de que hay mucho arte joven. Y no porque las instituciones le hagan mucho más caso del que les hacen aquí a los artistas emergentes, sino porque en este texto faltan muchísimas exposiciones sin visitar y muchas inauguraciones consecutivas a las que, por falta de tiempo o por otras preferencias vivenciales, no asistí. De hecho, es fácil padecer cierto síndrome de horror vacui, si es que tal cosa existe. Es física y mentalmente imposible abarcar el espectro del arte contemporáneo en Berlín de la misma manera en que uno puede llegar a cubrirlo en Barcelona. Lo que se puede afirmar es que, mientras que un turista en Barcelona no tiene fácil acceso al arte emergente porque su comunicación es bastante endogámica y escasa, y con Gaudí, el MACBA, Picasso, el CCCB y Tàpies el Departamento de Cultura piensa que el arte contemporáneo en Barcelona es más que abundante, en Berlín es relativamente sencillo encontrar exposiciones de artistas que no pertenecen a los circuitos institucionales.
Die Revolution Im Dienste Der Poesie, una exposición en el impronunciable Senatsreservenspeicher, nos presenta una paradoja: una exposición de artistas españoles que funciona en Berlín pero no funcionaría en Barcelona. Santiago Sierra es el anzuelo que acompaña a Fernando Sánchez Castillo y el colectivo Democracia, dentro de un espacio industrial en el que se presentan obras literalmente políticas y sin las metáforas crípticas del dispositivo artístico. La estética contemporánea del posmoderno revolucionario de izquierdas alcanza su cénit gracias a un video del grupo Democracia que se acompaña por varias sudaderas con capucha colgadas en una de las paredes de color rojo, por si no nos había quedado clara la evidencia política. La historia del video transcurre en un cementerio en el que están enterrados ciertos anarquistas y comunistas y donde un grupo de adolescentes encapuchados practican un deporte salido de la periferia francesa, el parkour. La música que acompaña el video es la música electrónica que muchos escuchamos o hemos escuchado, durante el período adolescente. Comento todas estas cuestiones formales y de contenido porque es así como alguien puede entender la afirmación de que esta exposición, a día de hoy, no funcionaría en Barcelona. Pero sí en un extranjero donde, frecuentemente, se interesan más por nuestro historia pasada y sus coletazos en el presente de lo que lo hacemos aquí. A veces, con el riesgo de caer en cierta mitificación revolucionaria del contexto ajeno.
Berlín es una ciudad donde cabría destacar el uso vecinal y comunitario de los patios internos. Además de velar por la seguridad de las bicicletas y los carritos de bebé durante la noche o servir de espacio para improvisadas barbacoas si el tiempo lo permite, los patios berlineses interiores también demuestras tener aptitudes artísticas. En Mitte, no demasiado lejos de la Hamburger Bahnohf, la pareja de artistas emergentes de Israel, Simon Krantz y Yael Ruhman, presentan en la amable intemperie de super bien!, en Schewedter Strasse, su instalación Current C. super bien! es una réplica al cubo blanco que invita a diferentes artistas para construir un pieza site-especific dentro de este invernadero tan particular. A Barcelona patios no le faltan. Sin embargo, la idea original que tuvo Cerdà de crear un bosque urbano a fragmentos en cada manzana de bloques pronto fue sustituida por la de parking ordinario de pago. Lo que se extrae de super bien! es que la idea de reformular los patios de Barcelona en clave de espacio eventual para alguna que otra pieza de arte público sería una posible solución a la falta de espacios expositivos para el arte emergente.
De todas maneras hay algo en lo que Berlín y Barcelona se parecen mucho: en la idea de que todo pasado fue mejor y el presente es una postal bidimensional de la ciudad que alguna vez fue más ciudad y menos centro comercial. Si Barcelona ya no es lo que era, parece ser que Berlín tampoco. Dicen que la llegada de artistas a un lugar lo regenera y le otorga ese halo cultural sin la necesidad de inversión pública por parte de los ayuntamientos. El problema está cuando llegan los diseñadores y los arquitectos a meter mano. A pesar de éstas y otras tribulaciones, ¿qué ciudad ha seguido siendo lo que era alguna vez? La nostalgia retrospectiva tiende a elegir un momento x, fundacional pero estático, como aquella Ítaca a la que ya no es posible volver jamás porque no existe. Esta nostalgia anacrónica sería mucho menos estéril y cansina si enfocase sus críticas a pensar el territorio desde el presente y no desde un pasado que ya no es ni será. Puede ser que Berlín ya no sea lo que alguna vez fue, pero no es precisamente el Berlín en lata de conserva recién caducada la ciudad que hace que todos las personas relacionadas con el mundo del arte contemporáneo que la visitamos tengamos ganas de vivir en ella por un rato. Eso sí, preferiblemente en primavera-verano.