A la constante dificultad de empezar a escribir un texto se une la complicación de empezar a escribir uno sobre ciencia-ficción. Porque, a pesar de las diversas estructuras narrativas con las que ordenamos nuestros propios pensamientos, cada vez es más débil la habitual certeza personal de que las cosas tengan un principio y un final. Así como el orden es una ficción que imponemos –a nosotros, pero también a todo lo demás- con el fin de no extraviarnos en la latente anarquía que consolida el mundo por negación de la misma, es relativamente sencillo colocar en diferentes lugares el origen de las cosas. Todo siempre pudo haber empezado antes o después. Algo parecido sucede con los finales. A pesar de ese innegable placer que otorga la solemnidad de la clausura, cualquier “punto y final” es lo suficientemente frágil como para convertirse en un “punto y aparte”.
Este texto parte de un encargo, palabra que por un momento me lleva a pensar en la existencia remota de unos grandes almacenes de la escritura en los que montañas de textos perfectamente ordenados esperan a ser adquiridos por un autor que los firme, condensando sin tanta ceremonia intelectual la muerte de ese autor que nunca quiso morirse. Como encargo, este texto es uno de esos textos que intimidan a antes de ser escritos. Tanto por la libertad que se le permite como por el material que acepta como contenido principal del texto. Contenido que todavía no ha hecho su aparición gracias a esa tendencia de quien escribe, yo, en eludir la responsabilidad de empezar a hacerlo divagando sobre el propio proceso de escritura. De hecho, este texto ni siquiera tendría que ser un texto. Podría ser cualquier otra cosa si mi imaginación no estuviese restringida al ámbito de la palabra. Me imagino entonces una sociedad en la que la gente se habla a través de imágenes y en la que es necesario abrir mucho la boca para que el aliento consiga convertirse en un concentrado visual lo suficientemente denso como para proyectar una imagen. Se me ocurre también que la halitosis podría ser el síntoma de alguna patología mental que se entretiene distorsionando ópticamente aquello que queremos decir. Hasta aquí llegan todas estas ocurrencias que simplemente confirman esa contagiosa habilidad para el aplazamiento de aquello que deseamos hacer al mismo tiempo que lo evitamos.
No tengo muy claro como descubrí la ciencia-ficción. Podría retroceder en el tiempo, hurgando concienzudamente en la memoria, y localizar un momento inaugural que confirme ese mito frecuente del momento fundacional en el que tropezamos con algo que nos cambia la vida. Algo así como un punto Jonbar que no altera el devenir de la humanidad, tan sólo el nuestro. Pero por mucho que me guste (sí, del gusto, esa palabra prohibida que sólo articulamos sin miedo cuando hablamos de música) la ciencia-ficción tampoco puedo decir, muy a mi pesar, que ésta haya cambiado mi vida. Quizás esta afirmación está recorrida por otro mito, aquel que presupone que tenemos que explotar al límite todas y cada de nuestras pasiones. Se necesitarían varias líneas de tiempo paralelas dentro de una sola vida humana para que esto fuese posible. En alguna de ellas estaría delante de un ordenador. Aunque, en vez de relacionarme impacientemente con un texto a medias, estaría combatiendo la falta de inspiración a la hora de crear música, electrónica, posiblemente techno, para ser más precisos con un deseo no llevado nunca a cabo. En todo caso creo, por el contrario, que es la ciencia-ficción la que llega a nosotros antes o después. Y si ésta no lo hace, aparece en algún momento la utopía, que Fredric Jameson define como un subproducto de la ciencia-ficción, derrumbando en una sola frase las jerarquías culturales. Aquellas que han despreciado la ciencia-ficción en oposición a una supuesta literatura culta. Las mismas que han hecho que yo haya tardado mucho en confesar públicamente mi afición a la alteridad alienígena, al futuro que nunca conoceremos y a los imperios de ingeniería intergaláctica. La adolescencia es el primer campo de pruebas del esnobismo cultural y uno siempre termina leyendo a Nietzsche para poder decir con la boca rabiosa de orgullo adolescente que “dios ha muerto”. Aunque del resto de todo lo que dice entendamos entonces bien poco.
Fue gracias a la ciencia-ficción que experimenté conscientemente el principio de autoridad que transporta el emisor de un mensaje. Porque no es lo mismo que nos recomiende Independence Day –por poner un ejemplo que difícilmente pasa la censura erudita- alguien a quien consideramos intelectualmente competente que alguien cuyo capital cultural consideramos inferior al nuestro. Esto hizo que me cerrase en banda a ir al cine a ver blockbusters de ciencia-ficción con un novio que tuve, mientras que con otro se convirtió, no sólo en una rutina confesable, sino en un hábito con respaldo teórico. Aunque dios haya muerto, el sentimiento de culpa se incrusta en el código genético de aquel que haya crecido en el perímetro de una sociedad católica. A día de hoy, todavía me pesan mis remotas reticencias. Sobre todo porque si hubiese extraviado antes mis prejuicios contra el cine mainstream de ciencia-ficción, me hubiera divertido mucho más en pareja y en las salas de cine, además de no tener que ver en formato reducido lo que podría haber visto en pantalla grande. Pero tampoco puedo negar el hecho de tener que recurrir siempre a análisis derivados de los estudios culturales como antídoto para ciertas elecciones cinematográficas poco satisfactorias.
Lo mismo sucede al hablar en primera persona. Pronunciarse desde el yo es tener que asumir que restamos legitimidad al discurso que nuestras palabras remolcan. Es por este descrédito de la primera persona en el ámbito del pensamiento que puede entenderse la necesidad de libros como Arqueologías del futuro, de Fredric Jameson, donde el descrédito a la ciencia-ficción como forma cultural popular se rebate con la artillería pesada del pensamiento posmoderno. No importa cuánto reconozcamos el valor de la ciencia-ficción en la construcción de nuestro imaginario del futuro o su potencial para decir del presente todo aquello que el realismo del ensayo no puede expresar. Si no se dice con este tipo de lenguaje o se adjuntan todos aquellos teóricos de la utopía social en tercera persona, empezando por Marx, la ciencia-ficción está desamparada ante el tribunal ilustrado de nuestra historia cultural.
Querer escribir sobre ciencia-ficción y mencionar a Fredric Jameson antes que a ninguno de los autores que llenan una sección que apenas existe en ciertas librerías es un sacrilegio. La ciencia-ficción -como género o como medio- no necesita de Fredric Jameson para atestiguar o afirmar su enorme valor. O cuánto, cómo y por qué nos gusta. Lo necesita esa otra cultura, la que se cree culta porque revela la cara B de una esencia humana que sólo aceptamos en la ficción o en el ensayo. La misma que alega la horizontalidad de sus personajes en su afán de medir todo relato literario bajo los parámetros que la miden a ella. Unos parámetros que la ciencia ficción, a pesar de su valor inherente, usa para promocionar sus libros buscando analogías que rozan lo cómico, seguramente sin pretenderlo. Y es así como nos encontramos con que Philip K Dick es considerado “el Shakespeare de la ciencia-ficción” o que la Trilogía Marciana de Kim Stanley Robinson es el “Guerra y Paz de la ciencia-ficción”. Dichas estrategias de marketing demuestran cómo las comparaciones sí resultan molestas cuando son innecesarias. Sin embargo, en esa consideración de la ciencia-ficción como un género secundario dentro de la producción literaria o cinematográfica, se incluye tangencialmente una subestimación de la ficción cuando excede sus libertades y traspasa las compuertas de la realidad.
Mi relación con la ciencia-ficción siempre ha sido una relación promiscua. También una manera lícita de ser infiel al ensayo, al arte contemporáneo y a mi propia vida en general. Pese a los análisis intelectuales que pueda o necesite aplicar sobre ella, no puedo negar que la ciencia-ficción (al igual que el ensayo, al igual que el arte, al igual que muchas relaciones que se tienen) es una herramienta estupenda para sustraerse de uno mismo. En este punto siempre me he sentido culpable. Con la ciencia-ficción, con el arte, con aquellas personas que no necesitamos y que tampoco nos necesitan. Culpable de “pasar el rato” gracias a ese miedo al aburrimiento y su formidable capacidad para convertir en trascendental aquello que no lo es tanto. Aunque también es cierto que cuando uno está demasiado borracho de sí mismo, ni siquiera la ciencia-ficción ayuda a combatir la resaca. En excepcionales ocasiones sucede lo contrario: que no podemos salir de un relato que se extiende en nuestra vida incluso cuando lo hemos terminado. En El fondo del cielo de Rodrigo Fresán -una rareza de meta-ciencia-ficción- recuerdo una frase que decía algo así como que no hay mayor ciencia-ficción que la irrupción del amor adolescente, que aparece como un extraterrestre en nuestras vidas para convertirnos en astronautas en trance. Sin desprestigiar la convulsión del primer seísmo emocional, se me ocurre lo contrario, que hay historias de ciencia-ficción que son como el amor adolescente, que aparecen para no marcharse nunca aunque a veces nos olvidemos de ellas por un tiempo. Leer ciencia-ficción es entrar en contacto con el deseo de alteridad que todos llevamos dentro, la propia y la del mundo.
Haciendo inventario de arqueología emocional a través de la ficción, no fue un relato propiamente de ciencia-ficción el que me obligó a permanecer dentro de un libro hasta que lo hubiese terminado. No soy capaz de precisar qué edad tenía entonces. Sólo recuerdo que todavía faltaba bastante para ser adolescente y que alguien, uno de esos desconocidos que son amables por desconocidos, me regaló La historia interminable. Y con ella me regaló las ganas de que una historia no se terminase nunca. Recuerdo también apagar con enfado el televisor cuando, al empezar a ver su versión cinematográfica, agonizaba todo aquello que mi imaginación había sido capaz de proyectar mientras leía. Esta capacidad de sustituir la actividad de la imaginación por la pasividad de la recepción es algo que siempre le he recriminado al cine, recriminándome a su vez por hacerlo porque no creo que la recepción sea una actividad pasiva. Así como creo que tienen razón todos aquellos que me piden que no compare un libro con la película que deriva de él. Aquí las comparaciones son odiosas por inevitables, situación que sucede cada vez que vamos al cine esperando encontrar la novela que nosotros leímos y no la película que el director ha querido hacer.
Entre aquella primera “nada” que anunciaba a Sartre y todo lo leído hasta el momento existe un territorio dominado por la desmemoria, pero también por el deseo y la expectativa de lo que siempre viene después. Existe además el pánico de no saber nunca por dónde empezar cuando se trata de ciencia-ficción. 1984, Crónicas marcianas, Farenheit 451, El cielo y el infinito, Rebelión en la granja, Neuromante y una cantidad exorbitante de películas que no podría listar jamás pero que me hicieron ilusionarme cuando era más joven y que me ayudaron a combatir el hastío o la ansiedad de tener que hacerse adulto sin saber cómo. Ese territorio, en el que ahora puedo recordar las distinciones que hace Jameson entre la literatura de fantasía y la literatura de ciencia-ficción gracias a nuestro gusto por el binarismo cultural, también está compuesto de personas que regalan, recomiendan o nos obligan a leer ciencia-ficción para poder escribir sobre un proyecto artístico. El juego de Ender, La Guía del Autoestopista Galáctico, Neuromante (novela que he leído dos veces y que mi cerebro no es capaz de procesar), Solaris, El fondo del cielo, El restaurante del fin del mundo, Guerra Mundial Z (por terminar), Galápagos (ídem). Y Borges. Porque Borges, si bien llegó tarde a mi vida porque no encajaba con las pretensiones intelectuales de una adolescencia, como muchas tantas, marcada por Cortázar y obsesionada irrazonablemente con él, siempre me ha parecido un escritor de ciencia-ficción que no necesita de la ciencia. “Utopía de un hombre cansado” es capaz de demostrar esta afirmación.
De la misma manera están todas esas películas en las que se confunden argumentos e intercambian personajes las unas con las otras. En las que se combinan realidades ficticias que no son compatibles entre sí y que evidencian la escasa capacidad de almacenamiento de una memoria humana que procede por el caos de la aglomeración y no por las taxonomías ordenadas del archivo. Si tuviese que trazar un itinerario consciente en mi aproximación a la ciencia-ficción, éste empezaría hace pocos años, con Solaris de Stanislaw Lem, quien es capaz de convertir la historia de una ciencia en una ficción más apasionante que muchas guerras interplanetarias o muchos advenimientos de Apocalipsis. Y que me hizo volver a pensar en el doble descubrimiento de la Enciclopedia de Tlön de Borges: el mío y el de protagonista del relato. A Solaris le seguiría El fondo del cielo para demostrar que no sólo cuando escribimos nos visitamos solemnemente: también cuando leemos a otros. Siempre creí –o quise creer- que la realidad es una ficción consensuada que no necesita de nuestro consentimiento para existir. El fondo del cielo me hizo incorporar a mi necesaria lista de creencias improductivas que “la realidad es lo que no desaparece cuando dejas de creer en ello”. Como también me hizo buscar entre sus páginas el desafecto omnisciente de unas palabras que antes había escuchado en otra parte y que exponían la propensión del ser humano para preocuparse por aquellos acontecimientos ineluctables contra los que no puede luchar. Ausente de miedo ante el final más extremo, un Apocalipsis cualquiera, aquella voz simplemente se preguntaba qué sentido tiene imaginar algo que nadie podrá contemplar, un desenlace sin espectadores. A fin de cuentas, “un final sin público no es nada, no es un final”.
Aparecería también El juego de Ender con su premonitoria insinuación de una red de comunicación interconectada y sus avatares ideológicos, cuando Internet todavía era una promesa del desarrollo tecnológico y no una herramienta de diseño identitario que sólo somos capaces de evitar cuando dormimos. Volvería a tantear esa extraña impotencia de leer sin asimilar aquello que se lee con Neuromante, una novela que demuestra que la lectura no siempre es hospitalaria. Y cómo la ciencia-ficción es un medio que nos pide mucha más imaginación de la que algunos podemos ofrecerle, especialmente cuando viene envasada en un libro y no en una película. El espectro de iniciativa mental que requieren sus relatos sería un argumento más que suficiente para desatender ese lugar común que la considera culturalmente inferior a otras formas de literatura. Y que aparece incluso en películas como The Congress cuando su protagonista establece una negativa inicial ante la posibilidad de que su simulacro digital actúe en un género cinematográfico tan inferior a otros. En cuanto al cine de ciencia-ficción, si bien son otros los que se encargan de visualizar las diversas arquitecturas del futuro, sus logros no siempre se reducen a las diferentes lecturas ideológicas del presente, muchas veces excesos de nuestro gusto por la traducción especulativa. Estas películas, más que los libros, son las causantes de que existan discusiones que se prolongan hasta la madrugada con mis compañeros de piso. Discusiones que prueban la polisemia del texto cinematográfico y la necesidad de buscar más allá del primer significado intencional de las cosas. Supongo que vivir con alguien que ha estudiado cine y es un espectador meticuloso también ayuda a escarbar en busca de detalles y matices que respalden la frágil lógica de los razonamientos personales.
Sin embargo, tuvo que llegar este texto para desacomplejar el amateurismo que envuelve mi aproximación a la ciencia ficción. Un texto que funciona como causa y consecuencia de horas de lecturas concentradas en un mes. Agosto, que siempre fue un limbo existencial que se repite cada año y en el que aparece -sin ser convocada- la incertidumbre del yo, se convirtió en un sondeo del futuro. Tanto por la ciencia-ficción como por diversas especulaciones compartidas por escrito en torno a lo que alguna vez prometió llegar pero no lo hizo. El futuro siempre es una conjetura del pasado. La promesa de que las cosas no tiene por qué ser como han sido hasta ahora. Es por ello que toda arqueología, la del futuro también, nos exige viajar hacia atrás en el tiempo. Creo que pensar en el futuro es pensar irremediablemente en el pretérito, trazando ucronías de la propia historia personal en las que no hubiéramos hecho lo que alguna vez hicimos o en las que hicimos aquello que no nos atrevimos a hacer en su momento. Mientras escribo esto aparece otro libro más en mi vida, un regalo de alguien que conoce bien mis actuales estados de prolepsis en retroceso. Lleva por título El hombre que volvió demasiado pronto, como si se tratase de un chiste. Uno de esos chistes en los que se camufla la seriedad de las ideas. Es un libro viejo, con las páginas marrones y lleno de esas estéticas imperfecciones de las técnicas de impresión de hace décadas. Se me ocurre que al futuro le pasa un poco como a este libro, que ha envejecido o es cosa de hace años, de algún otro yo con el que nos permitíamos proyectarnos lejos de nuestro perímetro de acción. La paradoja es prudente y aparece cuando las afirmaciones son demasiado rotundas. Esta vez se presenta para advertirme de que el ser humano, al menos el que ahora conocemos, siempre vive de cara al futuro. Sucede que es un futuro inmediato fuertemente ligado a la idea de proyecto, un futuro en el que no tenemos tiempo para pensar en él porque existimos anhelando el momento en que cada proyecto se materializará y así, poder pasar al siguiente, que activará la experiencia del tiempo de la misma manera: por su ausencia. Aquí recuerdo a Raimundas Malasauskas cuando afirma en alguna parte que “the future does not bring more time to explore it, yet it arrives in a state of immediate impasse and planned post-obsolescence”. O cuando se aleja del deseo común de adelantar los relojes unos cuantos años al declarar “I want to experience time rather tan future”. Se me pasa por la cabeza, sin embargo, que de la misma manera que el hombre de mi último libro vuelve demasiado pronto del futuro, nosotros lo abandonamos demasiado pronto por no poder alcanzarlo satisfactoriamente.
Consciente de mi insignificante archivo de ciencia-ficción en cuanto a literatura, admitiendo de paso que tampoco he visto películas célebres como las de Tarkovsky -un director que siempre postergo para el futuro, para ese momento en el que no lo sienta como una obligación intelectual sino como una elección personal proveniente del estómago- ¿por dónde empezar a leer? ¿Cómo elegir un libro sobre otro sin esa brújula que sí aparece cuando se trata de comprar libros relacionados con otros temas? ¿Por dónde empezar a caminar cuándo el territorio es tan grande y cuando todas sus utopías parecen imprescindibles? Al no detentar el principio de autoridad del lector experto en un tema concreto, la opción más adecuada me parecía la aletoriedad del impulso. Entrar de vez en cuando en una librería y llevarme varios libros escogidos fortuitamente. Este tipo de situaciones me hacen pensar en Sarte, en cómo la libertad humana no es tal porque elegir algo significa siempre rechazar otra cosa. A ello se unía otro condicionante: el hecho de conseguir libros dentro de una librería está sujeto a su oferta y no a nuestra demanda. No suelo comprar libros por internet. Tampoco me gusta ver películas en un ordenador. Prefiero ir al cine porque el cine no es tan sólo la película que se proyecta en la sala. Es esa sala con todas las situaciones que se dan antes y después de la película, un dispositivo espacio-temporal que satisface o elude nuestras expectativas. Nuevamente mis demandas están condicionadas por la oferta.
Entrar en varias librerías buscando libros de ciencia-ficción consiguió, por un lado la obviedad de hacerme saber cuál tiene una sección más grande; por el otro, descubrir que hay personas apasionadas por la ciencia-ficción de quien uno jamás diría que han leído Fundación de Asimov sin antes hablar con ellas. Personas que venden libros en librerías poco interesadas por la ciencia-ficción, que se entusiasman cuando ven a alguien con Philip K. Dick en la mano y que nos harán volver allí cuando queramos comprar de nuevo algo sólo por el placer de una conversación con alguien de quien no sabemos el nombre pero que sabe de nosotros cosas que otros no conocen. De un método escasamente sistemático como la aletoriedad aparecieron Dune, Fundación, Watchmen, Congreso de futurología, La voz de los muertos, Relatos del piloto Pirx, La nube púrpura y Los huevos fatales. Escogí estos dos últimos porque estaban en una sección a la que parecían no pertenecer, tanto por la editorial como por la época en la que fueron escritos, mucho antes de que la ciencia-ficción hiciese su eclosión en nuestro imaginario del futuro. De la autoimposición de un método ajeno para combatir mi diletantismo apareció Arqueologías del futuro, de Fredric Jameson, una lectura que llevaba dos años postergando y que dejé para el final de todo. Para no caer en la tentación de comprar aquellos libros de los que Jameson extraía sus análisis sobre el deseo, la utopía y el futuro. Como es de esperar, este ensayo originó una reading list del futuro nada ingenua y con ese principio de autoridad que rechazamos una vez hemos adquirido. En esa lista están Philip K. Dick, Ursula Le Guin, Olaf Stapledon, Yevgueni Zamiatin, Isaac Asimov, A. C. Clarke, Marge Piercy, Brian Aldiss, Ivan Efremov y Kim Stanley Robinson. De todos ellos, sólo uno se corresponde con mi inventario de un futuro aleatorio para un texto sin spoilers. Ni siquiera es un texto sobre ciencia-ficción aunque la mencione continuamente. Recuerdo que pensé en repetidas ocasiones en cómo sería, en la frase que lo empezaría, en su contenido, en mi falta de perspectiva ante un tema que me gusta pero al que no puedo respaldar académicamente. Recuerdo que, a medida que leía, todo esto dejó de preocuparme y me concentré más en apuntar datos y citas, en memorizar diálogos que ya he olvidado, en subrayar párrafos profanando las lecturas de aquellos que utilicen mis libros, de tomar fotos de partes o páginas enteras que ni siquiera he abierto para escribir este texto, pero que he enviado a otros activando una rutina visual del futuro sin imágenes. Así que me disculpo si este texto termina tan bruscamente y sin satisfacer las expectativas de aquellos que alguna vez creyeron que escribiría sobre ciencia-ficción y no a través de ella.