Lo íntimo ya no intimida. (De)composition de Jesús Monteagudo Guerra
29.01.2013

El arte, como la vida, no está exento de lugares comunes. La intimidad es uno de ellos. Entre el mito y el recurso conceptual, la exteriorización de aquello que se sobrentiende como privado ha sido y es uno de los leitmotiv de la historia del arte contemporáneo. En paralelo a esa obsesión exógena que ve en el arte casi exclusivamente la (re)presentación de la interioridad del artista, como si de un requisito indispensable para la construcción estética se tratase, tampoco puede negarse que la intimidad propia –y la ajena- es uno de los territorios que integran la corpulencia temática del arte. Y de la red. Es quizás por la persistencia de ese mito -engañoso- que entiende, interpreta y asimila el arte como un espacio ex profeso para la revelación de la intimidad subjetiva, que muchas veces se genera por parte del espectador (especialmente por parte de aquel que no persigue exclusivamente el voyeurismo autorizado) un rechazo hacia el binomio que construyen arte e intimidad y hacia aquellos relatos colaterales que resbalan desde el mismo.

Sin embargo la resistencia al tópico es otro lugar común que incurre en la lógica de un posible esnobismo invertido. La negación de lo habitual proviene de un razonamiento que desdeña aquello que se considera ordinario a favor de una búsqueda de lo inusual que, sin embargo, arrastra consigo la inconstancia de la novedad.  Volviendo a los que nos ocupa, es entonces cuando toca admitir que hay prácticas artísticas que funcionan –y muy bien- en torno a la exhibición, sea como estrategia para o como fin en sí mismo, de aquello que consideramos privado. Pensando en la divulgación actual de una privacidad construida en red –y por tanto consciente del escaparate hipertextual- el impacto de las prácticas artísticas que producen a día de hoy esa intimidad visible (pero velada) seguramente no tenga mucho que ver con las de aquel pasado cada vez menos reciente.

Al acudir a algunos paradigmas –ya camino de convertirse en tópico- del binomio arte/intimidad nos encontramos con la exhibición de una privacidad estetizada –y por tanto construida- donde la búsqueda del escándalo parece ser el recurso (Tracey Emin), lo personal incumple poéticamente el precepto social (Nan Goldin), la metáfora visual encierra las vicisitudes de la tragedia (Gonzalez-Torres), la propia biografía está intervenida por los procesos artísticos (Sophie Calle) o donde la provocación funciona como leitmotiv evanescente (Sarah Lucas). Más allá de este recorrido poco original que echa anclas en lo común de ciertos nombres propios al listar conexiones existentes entre arte e intimidad, podríamos ir más lejos y afirmar que toda práctica artística es –explícitamente o no- autorreferencial. Porque la biografía personal es un archivo de posibilidades estéticas, actitudes productivas y construcciones narrativas. No en vano, la mayor parte de escritores inauguran su dedicación al folio en blanco con una novela cimentada en lo (auto)biográfico.

 

Solapar la intimidad con la biografía no está exento de los errores subordinados al matiz, pues no siempre revelar la historia personal implica una confesión de lo íntimo. Podrían incluso llegar a existir manifestaciones de lo íntimo desligadas de una construcción biográfica. Este sería el caso de alguno de los trabajos que componen –dejando la redundancia a propósito- (De)Composition de Jesús Monteagudo Guerra. Para un artista que trabaja el ámbito de lo privado como algo público, que el título se refiera directamente al proceso de construcción –y destrucción involuntaria- de las piezas antes que a los asuntos que éstas codifican resulta sugestivo por oposición a esa tendencia de sellar globalmente lo particular del terreno íntimo en un epígrafe de presentación monótono e inexcusablemente cursi. Sin hacer del proceso el argumento (De)Composition subraya, colocando la nota a pie en el encabezamiento, el procedimiento general de unas piezas que se construyen por alteración de códigos y estructuras previas. Otros se arriesgarían diciendo la palabrota de moda: deconstrucción.

 

 

My territory (en inglés, como todo lo que implica esperas y conexiones aeroportuarias) es el proyecto que domina una exposición visual. Metabolizando cromáticamente la insignia nacional por excelencia, la bandera, Jesús Monteagudo Guerra confecciona literalmente un mapa propio –desde lo ajeno de la insignia popular- en el que la reelaboración del icono territorial nacional representa los diferentes vínculos sentimentales del artista. Las casi veinte banderas declinadas en rosa –color desestimado donde los haya- exhiben la distancia temporal y geográfica de unas relaciones sentimentales que poco tienen que ver con la endogamia territorial de antaño. Ausencia por diseminación y propagación, alternancia consecutiva –o no- de las relaciones personales marcadas por el componente sexual y/o el vínculo afectivo y una topografía de afectos políglotas. Sucede que frecuentemente lo personal –a diferencia de las tarjetas- es transferible por comparación y concomitancia. Y que en la intimidad ajena uno se sienta representado. Porque seguramente la intimidad que manifiesta el arte es una intimidad que persigue y logra la transferencia de una experiencia que, en el momento de hacerse pública, deja de pertenecer a su dueño original para cambiar continuamente de propietario. Es más, a veces la intimidad tiene poco de singular y más de experiencia colectiva. Es ahí donde lo íntimo se vuelve –cayendo de nuevo en otra consigna intelectual de moda- político.  El territorio que Jesús Monteagudo Guerra decide (a)bordar es considerablemente parecido a la circunscripción contemporánea de nuestros afectos, aunque su intención inicial no sea participar en esa transferencia de algo que alguna vez pudo, quiso o necesitaba ser privado.

Además de los vínculos que todo ser humano establece con el territorio sucede que se dan vínculos –posiblemente involuntarios- entre zonas diversas y distantes entre sí. Cuando el territorio se hace lugar a causa de las situaciones personales pueden aparecen trabajos como Montjuïc-Zona Universitària. Una escultura formada por dos recipientes idénticos que contienen preservativos en un estado de conservación que desemboca en lo inevitable la putrefacción. Es entonces cuando el método habitual de prevención de riesgos sexuales se convierte en signo del encuentro esporádicos entre desconocidos en zonas de cruising. Más allá de la estética de lo abyecto –otro paradigma del arte-, prevalece la injerencia del artista a través del hurto de aquello que generalmente no interesa a nadie: el residuo.

 

 

Si hay un medio que actúa como cómplice en las diversas transformaciones públicas de lo privado, ése es sin duda Internet. La intimidad en red podría ser uno de los rasgos definitorios de la sociedad contemporánea. Y la pornografía amateur uno de sus ejemplos palmarios. Si bien en pornografía se habla más de consumidores que de espectadores, Cam4 screenshots es el resultado de un observador cuidadoso que antepone la escenografía doméstica a la acción –o la expectativa- sexual. El espacio es el protagonista de una acción amputada de la que sólo quedan unas siluetas humanas que, mediante la superposición de capas, desaparecen por simultaneidad dentro de la escena. El voyeurismo lícito – más bien la condicio sine qua non- de la pornografía puede provocar el efecto contrario: que la diversión esté en lo involuntario del decorado. Y en la erótica del espía.

 

De la sexualidad en la infancia se dicen muchas cosas. También se relatan diversas situaciones con la nostalgia del adulto presionado a ser consciente del significado o del efecto de sus prácticas sexuales. Hablar de la sexualidad de los niños durante la infancia cuando no se es varón y, por tanto, no se ha tenido la oportunidad de participar en todos aquellos momentos colectivos que, con el paso del tiempo, van surgiendo en conversaciones ocasionales, es una incursión frustrada en el espacio del otro. Videos como Courtship satisfacen, entre otras cosas, porque demuestran que la imaginación  a veces acierta. Y que otros han hecho lo que se hubiera querido hacer de haber sido posible hacerlo. Recreando una situación infantil en etapa adulta, Courtship muestra el epicentro de una actividad –entre la batalla, el juego y el cortejo, el erotismo de la conquista- donde dos hombres se enfrentan meando el uno sobre el otro respectivamente. De la presencia humana nuevamente nos queda un residuo, reconvertido en mecanismo lúdico y en titilación inesperada dentro de una pantalla.

En un intento resbaladizo de retroceder en el tiempo, podría argumentarse que hubo un entonces en el que el arte funcionaba como un espacio aventajado –y limitado por sus propias fronteras- desde el que presionar una  visibilidad de lo subrepticio y lo ignorado. A día de hoy, la visibilidad que otorgan contextos como el artístico ya no funciona como valor per se o como excusa protagonista desde la que evaluar las relaciones entre lo privado, lo íntimo, el arte y lo público. El potencial del arte está en otra parte. Y en caso de que fuese posible definir esa “otra parte” su potencial estaría exponencialmente neutralizado. Es entonces cuando a esa intimidad filtrada desde el arte le toca reinventarse, pudiendo –como en el trabajo de Jesús Monteagudo Guerra- transformar lo sórdido en estético –por no cometer una herejía crítica y decir bonito-, codificar lo privado a través de lo público o anular la erótica explícita de la sexualidad.  Lo íntimo ya no intimida.