Recuerdo vagamente ser reprendida de niña por poner un pan boca abajo. El gesto irreflexivo como ofensa es casi parte de la superstición. Juntos, el gesto y la superstición, son capaces de hacer que un objeto cotidiano deje ser invisible y se convierta en algo más. El pan aquí funciona como metáfora de otro cuerpo. Si el gesto es ofensivo, lo es precisamente porque se dirige hacia ese otro cuerpo que invoca involuntariamente el objeto. Al pan seguramente le importe poco estar boca arriba o boca abajo. Puede que hasta no interprete la realidad con dos nociones tan básicas para la mayoría de humanos como son “arriba” o “abajo”. O que ni siquiera se piense a sí mismo como una unidad, teniendo en cuenta que su materialidad constituyente se compone literalmente de otros ingredientes. Por un momento pienso en la mereología. En cómo se relacionan las partes entre sí y las partes con el todo. Y en cómo una palabra concentra un sistema de relaciones que es contenido y continente a la vez. El lenguaje produce la ficción de que hay una palabra para todas las cosas, pero no siempre es así. Hace poco descubrí a través de Maggie Nelson esa idea de Wittgenstein de que lo inexpresable está inexpresablemente contenido en lo expresable. En los agujeros del pan está contenida la vida que habita en él, la acción de microorganismos que ponen en crisis, si bien de manera sutil, nuestro solipsismo. Pese a la supuesta inmaterialidad con la que nos referimos a ellos, los agujeros son un efecto de la materia. La necesitan para poder existir. El pan es otro intento más de forma para la materia. Una manifestación del proceso. Un objeto que, al ser, comestible forma parte de otro proceso de transformación de la materia: la digestión.
El pan también apareció durante una conversación en la que descubrí que en Kirguistán existe una “tradición” que consiste en el secuestro de las mujeres por parte de aquellos hombres que buscan esposa. Y lo hizo además desde la superstición, como una entidad dotada de un poder sobrenatural que consigue que esas mujeres acepten un destino tan involuntario como indeseado. La alquimia social produce valor en las cosas más ordinarias. Pasar por un pan, colocado en la puerta, trae mala suerte para toda la vida. Esto se convierte en un motivo para no atravesar la puerta y escaparse de un porvenir que cancela el futuro. Aunque para creer en la mala suerte hay que creer primero en la suerte. La suerte como forma de espiritualidad de baja intensidad en otras culturas. Me pregunto si los objetos creen en ella, teniendo en cuenta lo mucho que dependen de nuestras decisiones y acciones. Si hay objetos que se saben con buena suerte y objetos que son conscientes de su mala suerte. Si fueses un objeto, ¿cuál te gustaría ser? Es una pregunta para la que todavía no tengo respuesta.
Me pregunto también si es posible escribir un texto imitando alguno de los procesos de la materia. Escribir como quien amasa pan. O barro. Escribir en vaselina. Escribir en cemento. Hay textos que, en lugar de erosionarse con los años, adquieren más y más fuerza. Supongo que también existen textos calcáreos, porosos. Para escribir como quien amasa pan, las palabras tendrían que existir previamente en un estado pastoso en vez de ir apareciendo desde diferentes tácticas de búsqueda. Una de mis preferida es la serendipia porque se desentiende de la cultura del esfuerzo. Encontrar lo que buscas justo cuando dejas de buscarlo. Encontrar lo que no sabes que buscas en los lugares más inesperados. Encontrar la solución a un problema dentro de la ducha, en el supermercado o en twitter. Cuentan que el láser apareció al revés, como una solución buscando un problema. Sin embargo, escribir permite algo que creo que amasar no permite: dar marcha atrás y modificar partes del proceso sin interferir en las fases posteriores. Uno de los efectos de verosimilitud de la escritura es la linealidad del proceso. Pero quizás la escritura tiene más de sedimento estratigráfico. Si pudiésemos analizar las palabras de los textos como se analizan las capas de la tierra, las primeras también nos dirían que no siempre es cierto que después de una viene la otra.
A veces creo que hablar sobre la escritura es un recurso habitual cuando no se sabe qué decir. Pero luego pienso que simplemente se trata de la lógica de reflexión sobre el propio medio. Si escribes, es normal pensar en qué consiste o qué es la escritura de tanto en tanto. Lawrence Weiner decía algo así como que el arte conceptual no tiene nada de especial en su continua reflexión sobre el arte. Todos los artistas han reflexionado sobre el medio con el cual trabajan. Sea este el arte en sí mismo o la cerámica. De la misma manera, quien hace zapatos reflexiona sobre el calzado con cada zapato que hace. En las comunidades Ainu de Hokkaido, Japón, los zapatos se han hecho durante siglos con la piel del salmón. También los kimonos. El salmón como un recurso polivalente, desde la alimentación a la vestimenta. Pienso en el devenir salmón de los Ainu. La carne, por dentro; la piel, por fuera.
Al arte conceptual le debemos, entre muchas cosas, haber convertido la burocracia en un fetiche a través del valor casi absurdo que otorga al documento. Ese papel impersonal que, para el sistema, habla de nosotros mejor que nosotros mismos y que tiene consecuencias materiales nuestras vidas. El mito de la inmaterialidad conceptual es un prólogo para el mito de la inmaterialidad digital. Me pregunto si a Mark Fisher le gustaba el arte conceptual. Desde sus análisis, podría ser considerado un gran homenaje estético al neoliberalismo. Claro que, para cuando el arte conceptual estaba en su esplendor, el neoliberalismo existía en estado embrionario dentro del capitalismo. Como una bacteria que reemplaza al organismo que lo acoge. Si pienso en estados de agregación de la materia y la relación entre economía y estado, el carácter gaseoso del neoliberalismo me hace pensar en la supuesta condición sólida del capitalismo. Sin embargo, la viscosidad se ajusta más a este animal mitológico sin cuerpo que habita, se extiende y toma fuerza a través de nuestros cuerpos.
Creo que la reflexión sobre el medio nos habla de la resistencia del medio. Una resistencia a ser dominado. Nunca he tenido claro si son las ideas las que nos llevan a las palabras o si son las palabras las que nos llevan a las ideas. De pequeña leía enciclopedias y diccionarios como si fuesen novelas. Pero no de manera lineal, sino en deriva controlada, saltando de una entrada a otra, de modo muy parecido a como leemos actualmente en la red. La hipertextualidad no es un invento de Internet como nos han hecho creer. El pensamiento siempre ha sido hipertextual. Quizás la escritura no pueda o no haya sabido representar esta lógica. Como muchos objetos con los materiales que los posibilitan, las palabras podrían ser simplemente una posible forma para un tipo de materia que se manifiesta a través de muchas otras. De nuevo, lo inexpresable que está contenido en lo expresable. Los agujeros imperceptibles de la escritura. O los microorganismos que habitan en esos huecos que son fundamentales para que las letras existan. La idea de la escritura como una práctica material me gusta, aunque tiene ecos de retórica contemporánea del arte. Un traductor me dijo hace poco que él prefería la historia del arte al arte contemporáneo porque se basa en hechos y no en interpretaciones. Supongo que traducir textos de terceros te hace darte cuenta de la facilidad con la que malgastamos palabras, como quien compra muchos botes de pintura para terminar presentando un lienzo en blanco ante la imposibilidad de hacer sentido a través del color.
Pensar la escritura como una práctica material me permite estar más cerca de las artistas y de la escultura. Pensar la escritura como una práctica matérica la sitúa cerca de la pintura. Pero entonces, tendría que ser una escritura diferente a esta. Una que se apropia de cosas que no están directamente conectadas con la escritura como son las palabras. Una escritura que se hace con la vida y con los múltiples cuerpos involucrados en ella. Comprometerse con la escritura como un compromiso con la vida. Aunque la mentira sea uno de los muchos peligros que producen las palabras. Escribir como amasar o moldear, pero también como pintar o coser. Escribir de manera gentil. Escribir de manera en la que el cuerpo sea el objeto, una herramienta para la aparición de un relato. Aplastar palabras por la presión del sentido hasta que sean escombros del lenguaje.
En algún lugar escuché que la poesía es una forma de escritura protocapitalista. Sin embargo, en el principio no fue el verbo, sino la materia. Imagina que los versos de un poema salen de la hoja de papel o de la pantalla, que se extienden sobre una tela. La separación entre ellos no se produce con un salto de línea presionando una tecla. Cada verso como huésped de un objeto independiente, pero que forma parte de un conjunto mayor gracias a una serie de características similares a todos ellos. Forma, color, tamaño, materiales y contenido. Un poema que toma la forma de una pila de cojines. Un objeto de objetos que permite amontonar los versos de poema en un rincón de la habitación. O que permite abrazar, literalmente, frases de ese poema. Incluso sentarse sobre ellas. O meterlas en la lavadora. Sacudirles el polvo. Ver cómo se ensucian o decoloran con el paso del tiempo.
Imagina que es posible estirar un idioma como se estira un chicle. Masticarlo, moverlo con la lengua, pegarlo entre los dientes, extenderlo por el paladar. Ahora imagina que ese chicle no es de goma sino de cerámica y que es el resultado de lenguajes que se manifiestan a través del cuerpo. Que son signos en sí mismos y no reminiscencias del signo a través la palabra. Lenguajes que prescinden de la materialidad y los significados de la voz para ser puestos en movimiento a través de la gestualidad. ¿Existe un gesto para el sarcasmo? ¿Para la imposibilidad de traducción? ¿Para la incontinencia verbal? El cuerpo como el torno del alfarero. El habla como entrenamiento físico. La estrecha relación entre escritura y baile. La lengua que ha sido arrinconada y que espera, entre paciente y resignada, la oportunidad para emitir un sonido. Aunque sea el gesto más mínimo, un chasquido.
Un parpadeo separa la ilusión de la verdad. Por eso, a veces es mejor cerrar los ojos que mantenerlos abiertos. Para concentrarse en imaginar un color que todavía no existe. Aunque los colores que vemos ni siquiera existen. Son impresiones, longitudes de onda. El resultado de la interacción de la luz con el cuerpo. ¿Podría ser el daltonismo una suerte de dislexia visual? ¿Podría el lenguaje funcionar como el color? Mezclar palabras, removerlas con un pincel dentro de un bote, hasta que aparezcan aquellos conceptos que necesitamos para seguir escribiendo. El color blanco como una consecuencia del exceso de luz que produce la superposición de todos los colores. El documento en blanco como una consecuencia de la ausencia de palabras, detenidas en alguna parte del cuerpo, incapaces de llegar a las manos. Incapaces de ser palabra articulada. No hace falta que sean voz, pero al menos tienen que ser pulsaciones constantes. La habilidad experiencial que asignamos a los objetos, a la materia, también al lenguaje, se parece a la ilusión sistemática del color. Creemos que está en ellos, pero en realidad está en otra parte. Quizás en esos agujeros donde habita lo inexpresable con la tranquilidad de lo que no necesita ser dicho. O en la fugacidad de las superficies producidas por el brillo del sol. ¿Te imaginas que pudiésemos raspar el color del iris y todavía seguir viendo?
Este texto es parte de la exposición As if we could scrape the color of the iris and still see mediante un proceso de escritura que se apropia de algunos aspectos de las obras que forman parte del proyecto y de las reflexiones de las propias artistas en torno a su práctica. Gracias a Ariadna Guiteras, Julieta Dentone, Rebekka Löffler, Teresa Solar, Lúa Coderch, Eiko Soga y la Twin Gallery por hacerlo posible.