Duchamp Already Dit It
11.05.2016

En uno de los episodios de South Park cualquiera de las acciones que se le ocurren a Butters -transformado en el poco temible Profesor Caos- para acabar con el mundo ya han sido realizadas previamente por algún personaje de Los Simpson. No sólo sus fallidas tentativas excéntricas carecen de innovación, también alguna de las situaciones establecidas por el guión de este capítulo para la serie le recuerdan a Butters que la originalidad no está en su mejor momento. Simpsons Already Did It. La desesperación de Butters termina cuando sus compañeros de ficción, más positivos y conformistas ante la evidencia, le comentan que no merece la pena preocuparse por la coincidencia. Los Simpson llevan tanto tiempo en antena que es lógico, también ineludible, que todo haya sido hecho por ellos anteriormente. Como sucede con las dramáticas películas de la sobremesa televisiva y muchas otras formas de ficción, la historia está basada en hechos reales. Simpsons Already Did It es un episodio que nace como comentario irónico tras el descubrimiento de uno de los guionistas de South Park de que una idea para la serie ya había aparecido previamente en Los Simpson. Con una dosis mayor de amnesia televisiva, podríamos haber visto a Cartman tapando el sol de South Park. Sin embargo, tenemos que conformarnos con el eclipse artificial de Springfield a cargo del incontenible Señor Burns. La cosa tampoco termina aquí. De acuerdo con la lógica occidental, los creadores de Los Simpson aprovecharán la provocación para lanzar un contrarresto dialéctico. Ahora son Bart y Milhouse quienes aparecen viendo un capítulo de South Park. Este momento de ocio –de los personajes, pero también de la audiencia- se convierte en la excusa perfecta para criticar el hecho de que las voces de sus antagonistas infantiles pertenezcan a mujeres adultas. No obstante, lo que a Matt Groening le parece reprochable, a muchos otros nos parece un ejemplo perfecto de la ruptura con las convenciones de género y de la condición transformista de la voz.

La posición que Los Simpson ocupan con respecto a South Park se parece a la posición que Marcel Duchamp ocupa con respecto al arte contemporáneo. Sobre cualquier intento de novedad planea el fantasma del mito omnipresente. El padre al que nadie quiere –o puede- matar. A diferencia de muchos otros artistas célebres, Duchamp nos cae bien. También nos cae bien John Cage, sobre todo si juega a ajedrez con Duchamp. Se me ocurre un ready-made asistido por la imaginación. Un neón, a la manera de Kosuth, con la siguiente frase luminiscente: Duchamp Already Did It. Como la novedad no es una de las características de nuestro tiempo, tampoco de la imaginación personal o individual, me pregunto si tal neón no habrá sido ya realizado, acrecentando el escepticismo sobre mi propia capacidad especulativa. Es entonces cuando Google me informa de que esta frase, sin tubos fluorescentes de por medio, evidentemente ya ha sido dicha en otras ocasiones. Una frase que no funciona tanto como apunte histórico, sino como síntesis estética y simplificación crítica contra la repetición del arte a pesar de las diferencias. Siguiendo con estiramientos especulativos, se me ocurre que esta frase –Duchamp Already Dit It– podría funcionar también como sinopsis de la historia del arte contemporáneo en un ejercicio de reducción parecido al que hizo Daniel Jacoby sobre El Quijote hace años.

Es frecuente que cuando uno descubre algo –un escritor, un género musical, un tipo de comida, una palabra, un concepto, una teoría, también un artista- empieza a verlo por todas partes. Como también es frecuente volver de otro país y empezar a escuchar en la ciudad en la que uno vive a bastantes personas hablando el idioma de ese mismo país. Todo lo que descubrimos existe con anterioridad, pero hasta el momento de nuestro descubrimiento personal no somos conscientes de ello. Es aquí donde el antropocentrismo se ve obligado a ceder un poco de espacio a una versión debilitada de egocentrismo. La realidad pasa de ser un monólogo sobre el ser humano a ser algo que nos habla directamente a nosotros, a través de signos diseminados espacial y temporalmente. Contradiciendo los preceptos de la ontología plana –y haciendo enfadar a más de uno de sus partidarios-, podríamos decir que las cosas existen cuando son percibidas (por nosotros). Estirando excepcionalmente el argumento, podríamos incluso decir que muchas cosas existen gracias a nosotros. Y aquí “nosotros” significa participar y contribuir –consciente o inconscientemente- en la constitución de muchos relatos históricos, sociales y culturales. La fuerza del relato, especialmente en el caso del mito, reside en su capacidad de reverberación a través de los cuerpos. Las cosas –también las personas- desaparecen cuando ya no queda nadie que piensa en ellas. Si bien hay un grado de independencia en la existencia de Marcel Duchamp con respecto al relato que lo sostiene a través de los años, es innegable que la conversión de Marcel en Duchamp es el resultado de un proceso que lo trasciende a él como individuo y en el que estamos implicados muchos otros. Más allá de su obra, de los textos sobre ella y a partir de ella, de las imágenes icónicas, del énfasis en el subrayado genealógico, de la implícita nota a pie de página con su nombre en el trabajo de otros, es el propio desarrollo de gran parte de la práctica artística y del contexto del arte a lo largo del siglo XX y XXI lo que ha convertido a Marcel Duchamp en un hito fundacional. Para que aquello que alguien empieza tenga una continuación o un efecto, es necesario que otros prosigan con ello o lo retomen al cabo de un tiempo.

La función del momento fundacional no consiste solamente en señalar un principio, un origen, una causa o un detonador. Es también una manera de echarle la culpa a otro, haciendo de la genealogía una disculpa legítima. Que Duchamp ya lo hiciese antes nos exime de la responsabilidad de volver a explicar por qué hacemos lo que hacemos. La situación entre South Park y Los Simpson flirtea con lo metacontexual, acercándose al funcionamiento del gesto artístico y utilizando una de las actitudes predilectas del arte: la ironía. Lástima que la partida entre los de South Park y los de Springfield sea tan breve. De haber continuado puede que hasta hiciesen aparecer a Duchamp en alguna de las dos teleseries, por ejemplo, jugando a ajedrez con Lisa Simpson. Como le sucede a Butters con General Dissaray, Google me informa de que Los Simpson ya lo han hecho. Duchamp aparece mencionado en la serie cuando Bart, presionado por el profesor Somerset para desarrollar su creatividad artística, aparece en la escuela con un palo sin saber que el ready-made ya ha sido inventado. Estirando exageradamente el significado del urinal de South Park en Mistery of the Urinal Deuce, podríamos llegar a ver el espectro de Duchamp en el protagonismo de este objeto dentro del episodio –como sucede cuando uno se encuentra un váter fuera del baño, normalmente en la calle al lado de los contenedores de basura-. O insertar el gesto duchampiano en el desplazamiento de la materia que se produce cuando alguien decide extralimitar las funciones del urinal de la escuela de South Park y convertirlo en un retrete. Sin embargo, esto último vendría a demostrar más bien el carácter ilusionista de muchas de nuestras seducciones conceptuales. La teoría es también un espacio de prestidigitación.

No recuerdo cuando descubrí a Duchamp, lo cual puede decir varias cosas: que no estaba preparada para el arte contemporáneo –y aquí Duchamp tiene el mismo impacto, apenas nada, que todos esos libros que uno lee en el momento inadecuado-, que quien me lo introdujo no tenía especial fascinación por la transformación estética del siglo XX –en cierto contextos educativos o académicos lo contemporáneo tiene pocos partidarios o simpatizantes-, o quizás simplemente que el día que explicaron el ready-made en clase yo estaba en otra parte, postergando el encuentro varios años, a la época de entusiasmo general por la aparición de South Park en la televisión. Sería en Italia donde sí conocería a Duchamp gracias a un curso monográfico del que recuerdo especialmente dos cosas. El supuesto ataque contra el cubismo y el futurismo –casi como una broma interna del arte moderno- que supuso el Desnudo bajando una escalera. Un desnudo cubista deslizándose de manera futurista sobre una escalera que apenas vemos. Así como Dalí, pensando en Calder, reivindicaría que “lo mínimo que se le puede pedir a una escultura es que no se mueva“, los cubistas tampoco parecían haber estado especialmente fascinados por el movimiento. Releyendo la conversación entre Marcel Duchamp y Pierre Cabanne, el primero subraya su desconocimiento y su desinterés por el futurismo en 1912, fecha en la que el cuadro fue pintado, lo cual demuestra que no siempre lo que oímos es del todo cierto (incluso dentro de una facultad de historia del arte) o que las cosas se interpretan en base a intereses propios, la importancia y repercusión de la vanguardia italiana en este caso. La segunda cosa que recuerdo de aquel momento introductorio es el epitafio de Marcel Duchamp: Por otra parte siempre es el otro quien muere.

Aquellos que nos relacionamos habitualmente con el arte contemporáneo nos encontramos a menudo con Marcel Duchamp. Y no porque se produzcan actualmente tantos textos que hablan expresamente de él, sino más bien porque su nombre aparece intermitentemente en muchos de los temas y obsesiones del presente artístico. Asuntos que, en apariencia, no tienen demasiada relación con su producción, su conducta personal o su contexto social. Hay un ejercicio tan imposible como absurdo que se me ha pasado por la cabeza en alguna ocasión: localizar el número de veces que se repite la palabra “baby” en la música pop. Una ocupación igual de disparatada podría ser la de averiguar las veces que Marcel Duchamp ha sido invocado en todos aquellos textos o conversaciones en los que el arte tiene algo que decir. No obstante, el impacto es mayor cuando las cosas se nos aparecen fuera de su lugar habitual. Como por ejemplo, ver a Duchamp en sitios con los que a priori no tiene mucho que ver. Tropezar con él en el título de canciones de música house (Rrose Sélavy, de Âme); en el pseudónimo de músicos en activo que afirman haber nacido en 1969 y haber fallecido en 1909 (Rrose); o incluso en el nombre habitual, pero también inventado conscientemente, de personas cercanas (Irina Mutt).

Uno de mis deportes preferidos es la casualidad, algo que de manera más técnica se conoce como serendipia cuando somos capaces de reconocer un descubrimiento importante en aquello inevitable por imprevisible. No obstante, mi relación con la casualidad no suele derivar en la producción de algo consistente después del hallazgo inesperado. En todo caso, lo que queda son imágenes, notas y subrayados en libros o documentos que desaparecen sin llamar mucho la atención. Es más que probable que la continua aparición de Duchamp no pueda inscribirse en un proceso de serendipia, ya que no consiste tanto en descubrir algo extraordinario como en confirmar y reafirmar lo que ya se sabe. O en considerar la importancia de Marcel Duchamp más allá del ready-made, el gesto en el que se condensa habitualmente toda su relevancia histórica.

Desde hace tiempo, en casi cada texto que leo, Duchamp aparece mencionado o citado a través de citas de otros. El primer encuentro que derivó en una recepción atenta de su nombre fue a raíz de un texto de Anton Vidokle sobre la economía política del arte contemporáneo. Su recorrido comienza por la dependencia con respecto a terceros de la bohemia, siguiendo por una apología de la economía artística más allá del mercado –poniendo de ejemplo, como no, los países socialistas-, pasando por la disputa judicial entre Ruskin y Whistler ante la cuestionable acusación del primero sobre el segundo en cuanto a sus precios de venta, para aterrizar en un Warhol artísticamente independiente gracias a su inmersión absoluta en el mercado del arte. En su negación del marco profesional del artista, Vidokle se pregunta si el arte podría ser una ocupación a tiempo parcial. Es aquí donde aparece invocado Duchamp, quien trabajó toda su vida como librero y que, en situaciones de necesidad, se desprendía paulatinamente de obras de Brancusi para no tener que depender económicamente de las ventas de su propia obra. La indeferencia del ready-made se acompaña también de la indeferencia de Duchamp con respecto al dinero, algo que parecía no preocuparle mucho a lo largo de toda su vida. “El dinero pasa volando por encima de mi cabeza”. Esta frase aparece en la larga conversación que mantiene con Pierre Cabanne, donde también comenta que hubo un tiempo en el que los artistas no se avergonzaban por el hecho de ser mantenidos con el dinero de otros. La crítica de Vidokle contra la profesionalización del artista introduce el entramado académico que sostiene la interminable preparación del artista. Este no sólo termina siendo docente para poder sobrevivir, sino que tiene que recurrir al mercado para poder saldar la deuda que generan en su vida los altos precios de la especialización universitaria. Vidokle cuenta su experiencia como estudiante en Nueva York durante los años 90, dentro de una facultad en la que la funcionalidad del archivo se confundía con la tiranía logística. Para conseguir el título, cada estudiante tenía que entregar un archivador con toda la documentación de su proceso. Se daba la incómoda particularidad de que los únicos archivadores admitidos eran aquellos que se adaptaban al diseño de las estanterías del decano, archivadores que sólo se encontraban en una tienda de la ciudad. Y es de nuevo, en relación a la traducción del trabajo artístico cerrado herméticamente en un fólder, cuando Vidokle vuelve a acordarse de Duchamp. Y cuando otros reescribimos mentalmente la frase “Duchamp ya lo hizo antes”, aunque su intención fuera otra y poco tuviese que ver con la imposición de un estándar de organización y comunicación de la práctica artística. Las consecuencias de la obsesión general por el ready-made son muchas. Y no siempre tienen que ver con sus efectos directos en la historia del arte. El exceso de celebridad de unas cosas subordina la importancia de otras. En el caso de Duchamp, el ready-made hace que infravaloremos otras piezas, como aquellas que son archivadores literales de su propia obra –La caja verde y La caja en valija– y que, para Vidokle, son el presagio de una homogeneización anunciada.

En la conversación que Pierre Cabanne mantiene con Duchamp, este comenta que “la posteridad es una especie de espectador”. El valor del espectador póstumo supera al del espectador coetáneo. También el del escritor de arte, sobre todo si revela las cuerdas genealógicas de momentos estelares de un arte transformado en historia del arte. Inside the Withe Cube es otro texto en el que Marcel Duchamp salta de capítulo en capítulo. Aunque el análisis de Brian O’Doherty surge con una intención muy clara y consciente –el ataque contra la supuesta neutralidad del espacio de la galería, el cubo blanco, con la conversión del contexto en el contenido del arte durante los años 60 y 70-, termina también por ser también un homenaje tangencial a otros artistas previos a este momento, entre ellos Duchamp. Es más, Duchamp vuelve a ser presentado como detonador de algo nuevo que más tarde será bastante habitual y común a muchos artistas -la asimilación de la galería y sus códigos como objeto de trabajo- y como un origen para la crítica de una institución por venir, una capaz de impulsar y celebrar desde adentro la crítica contra ella misma.

Otra cosa que O’Doherty asigna a Duchamp es la invención del techo del cubo blanco como espacio a intervenir por la práctica artística. Con 1200 bolsas de carbón Duchamp conseguiría que el espectador de la modernidad dejase de mirar hacia el suelo y empezarse a mirar de nuevo hacia arriba, como había hecho tantas veces en los siglos anteriores para contemplar frescos. Ante la imposibilidad de encontrar 1200 paraguas con los que cubrir el techo, Duchamp recurrió al mismo número de bolsas de carbón –pero sin carbón en su interior- para invadir un espacio que hasta entonces no había sido solicitado por ningún artista. A la policía no pareció entusiasmarle esta alteración de los códigos del arte. Tampoco el hecho de que Duchamp intercambiase el suelo por el techo, decidiese colocar las puertas al revés, que fuese el primer artista en ocupar todo el espacio de una galería –preámbulo de algo tan asumido en la actualidad como las exposiciones individuales- o que, según O’Doherty, inventase eso que ahora llamamos contexto artístico a través de la invasión y manipulación del espacio de una galería. Este gesto de Duchamp, como tantos otros, es más que un gesto consciente: es el descubrimiento del propio gesto como instrumento, como proyecto artístico en sí mismo. Sin embargo, el gesto tiene un adversario: la repetición. Que el gesto se inaugure como práctica artística obliga a la singularidad del gesto. Aquel gesto que se repite más de una vez se convierte en hábito, más tarde en convención y posteriormente en norma. Reproducir un mismo gesto significa desactivar el pasado desde el futuro.

Si 1200 bolsas de carbón funcionaba como una llamada de atención sobre las convenciones espaciales a través del “descubrimiento” del techo, 16 millas de cuerdas impulsaba una historia del arte centrada en el acoso a la audiencia y la introducción de títulos funcionales desde una descripción literal de las piezas. El espectador, todavía poco consciente de su posición dentro de un mundo protagonizado por artistas y obras, empezaría a sufrir la hostilidad de aquellos que supuestamente se deben a él. Aquí el artista se comporta como cualquier ser humano: o bien revelándose contra aquel que detenta algún tipo de poder sobre él, o bien fastidiando a aquel otro que está en una posición inferior. 16 millas de cuerdas podría encajar con cualquiera de las dos opciones. Distribuyendo varios miles de metros de cuerdas dentro de una exposición con obras de otros, Duchamp cortaba el acceso para hacer del espectador de arte un visitante frustrado. En caso de controlar el enfado momentáneo –si es que esto llegaba a ocurrir-, se abría una nueva vía de solipsismo estético para el espectador. ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi papel dentro de todo esto? Tendrían que pasar muchos años para que el espectador, insertado dentro de la abstracta colectividad de la audiencia, pasase a ser una preocupación y no un antagonista del arte.

16 millas de cuerdas se inauguró sin la presencia de Duchamp. Normalmente Marcel no asistía a ninguna de sus inauguraciones. Su trabajo como librero le permitía ausentarse socialmente del arte y estar en contra del papel social del artista. Tampoco parecía muy interesado en la dimensión social del arte a pesar de que esta perspectiva haya sido utilizada frecuentemente para analizar los efectos de su producción artística. Sin llegar a convertirla en un statement personal, la pereza asoma de vez en cuando en relación a Duchamp. Cuando Pierre Cabanne le pregunta si va a menudo al cine, su respuesta es la siguiente: “¡No hacemos nada y no tenemos tiempo!” La lectura tampoco parece ser una de sus prioridades. Duchamp, a diferencia de los artistas del siglo XXI, lee poco y no se avergüenza de ello. Para su elogio de la pereza como una virtud del arte, Mladen Stilinović, recurre Duchamp y a Malevich en un texto que pretende establecer la desidia productiva como una condición inherente al arte, en contra de la sobrevaloración actual del trabajo. “There is no art without laziness” afirma Stilinović. La actitud de Malevich a favor de la pereza era una declaración de intenciones consciente contra la ideología de dos sistemas para los que el trabajo es la meta final del ser humano, capitalismo y socialismo. Duchamp, que nunca se interesó por hacer de su trabajo en arte un programa político, hace aparecer la pereza en algún punto entre la indiferencia y el no trabajo del artista. La pereza surge como una deducción implícita dentro de algunas de las situaciones rutinarias que describe, no como una advertencia radical en busca de discípulos.

A veces me pregunto si Marcel Duchamp encaja dentro del post-estructuralismo y él también sería, como cualquiera de nosotros, el resultado de un proceso de una serie de relaciones de poder. Me pregunto si Marcel hubiera podido ser Duchamp de haber nacido mujer. Si la noción de genio contra la que lucha, pero que también confirma, pertenece al orden simbólico de lo masculino. El artista ha sido hombre durante casi toda su historia. El comisario, el director, el galerista, el coleccionista o el espectador parecen seguir siéndolo. Me pregunto si una mujer vestida de hombre tiene el mismo impacto que un hombre vestido de mujer. Si quien fotografía a Duchamp instalado en lo femenino, otro hombre, Man Ray, tiene algo que ver con la trascendencia histórica de esa imagen. La fotografía ha desempeñado un papel determinante en la diseminación del arte. También en la producción de sus mitos o iconos. De hecho, el gesto de Marcel Duchamp como R. Mutt fue discretamente censurado en la exposición de 1917. Escondido detrás de un tabique –algo que hizo que Marcel Duchamp desertase de la Sociedad de Artistas Independientes-, el urinario más célebre de la historia quizás hubiese pasado desapercibido de no haber sido por la fotografía de Alfred Stieglitz. Amigo de Duchamp, Stieglitz fue uno de los primeros en reclamar el estatus artístico de la imagen fotográfica. Más allá de su valor como testigo documental de algo que sería destruido posteriormente, la imagen de Fountain sirve como caso paradigmático para negar el esencialismo artístico de la obra de arte. Si es que existe tal cosa como una esencia del arte, esta no está en la obra. Tampoco en el artista que la firma. En todo caso, aparece con su diseminación y distribución a lo largo del tiempo y del espacio.

Creo recordar que fue Danto quien dijo que “todo el arte es contemporáneo”. Cada presente organiza el pasado de acuerdo con unos intereses concretos y desde una insistencia autorreferencial. Para Boris Groys la historia del arte es la historia del diseño. Para un Walter Benjamin resucitado recientemente por una editorial canadiense, el arte empieza en el Renacimiento, con el traslado de las esculturas romanas a los jardines del Belvedere. En todas estas versiones de un campo con tantos intentos de definición como tantos fracasos en cuanto a una interpretación satisfactoria para todos, el arte es una cuestión de desplazamiento y recontextualización. Algo que está fuera de su lugar de origen, de la misma manera que el ready-made es un objeto que no está donde debiera estar. El gesto radical de Duchamp es la actualización previa de esta interpretación actual del arte como un “fuera de lugar”. Duchamp already did it. Como si Duchamp fuese un artista contemporáneo en el cuerpo de un hombre moderno. O como si Duchamp fuese un capítulo de South Park dentro de la programación televisiva de los años 50.