Que el arte es algo personal, aún siendo público y colectivo, es una afirmación un tanto rudimentaria con la que empezar un texto supuestamente competente en materia. Pero como la obviedad es un delito que se comete voluntariamente, prosigamos. Conjugar ambas partes del enunciado inicial, personal y arte, nos llevaría -en una deducción también elemental- a pensar en un artista que, a través de su obra –o que, gracias a ella- elige hablar de sí mismo. Pensemos, incurriendo en un déficit de originalidad, en Félix Gonzalez-Torres. Lo personal aquí se referiría a la inserción de la propia biografía del artista dentro de su producción artística. Sin embargo, lo personal está también en otras partes. En una recepción que, gracias a la contingencia de los afectos, no responda a las leyes de cortejo instauradas por el artista, el comisario o la obra. Lo personal aparecería entonces en la relación del espectador con un obra de arte determinada. Pensemos ahora en literario. En aquel Reger de Thomas Bernhard sentándose a lo largo de 36 años en el mismo banco del Kunsthistorisches Museum de Viena, sala que le sirve al protagonista de Maestros Antiguos como “lugar de producción espiritual” y que de paso nos recuerda -soslayando ciertas distancias y matices- las comparaciones que se han venido haciendo entre museos y catedrales. La espiritualidad que practica secularmente Reger ensimismado sobre un banco, proviene de esa excentricidad basada en la rutina kantiana de intercambiar miradas con un cuadro de Tintoretto que a día de hoy resultaría una extravagancia imposible de plagiar.
A estos dos modos de localizar lo personal dentro del arte (el de la referencia autobiográfica del emisor y el de una utilidad no pragmática por parte del receptor), podríamos añadir un tercero: el de la plusvalía de los afectos. Porque así como todo espectador es capaz de instaurar una relación personal y consciente con algunas obras de arte, no todo espectador se define por tener una relación íntima con el artista que produce la obra. Lo mismo podría extrapolarse al crítico que, a pesar de una mirada profesionalmente instruida, no deja de ser un espectador más. Como espectador, todo crítico de arte es también un individuo atravesado por un tejido afectivo circunstancial que provoca que, en casos muy concretos, su relación con un proyecto artístico haya sido más intensa de lo habitual porque su relación con el artista surge de un vínculo sentimental. Sin embargo, los efectos colaterales de esta unión entre lo personal y lo artístico dentro de la figura del crítico no desembocarían tanto en la presunta imparcialidad que se atribuye a todo lo relacionado con la correspondencia afectiva como en un conocimiento inhabitual –por profundo- del proceso de producción. El hecho de participar –desde un seguimiento continuado- en un proyecto artístico consigue que al crítico (también espectador, también individuo) se le aparezcan algunas preguntas. ¿Hasta qué punto lo que vemos en una sala de exposiciones se corresponde con la idea inicial del artista a la hora de empezar un proyecto? Cuando se conoce y participa en el proceso artístico, ¿es posible obviarlo a la hora de pensar unos resultados que nunca han pretendido darlo a conocer? ¿Es beneficioso para su ejercicio que el crítico sepa más de lo solicitado? ¿Incumben al espectador y al crítico los aspectos autorreferenciales que todo proyecto artístico remolca cuando el artista no los quiere visibilizar? ¿Es posible establecer una relación ecuánime con un proyecto cuándo se mantiene una relación subjetiva con el artista? Probemos a responder a ésta última, preguntándonos también si le interesa al lector toda esta extensa -y probablemente innecesaria- digresión que antecede a un texto posible sobre Aparato de medición de la voluntad según el índice de Scheuermann (reducido en Aparato de medición a partir de ahora para no transferir el título a lo indecible de las siglas) de Nicolás Rojas Hayes (Bogotá, 1982).
Franqueando lo definitorio de su título, Aparato de medición es una instalación que no sólo consta de un dispositivo de cálculo para medir algo tan poco mesurable desde parámetros científico-numéricos como la “facultad de hacer o no hacer una cosa”. Porque los propósitos sólo se miden mediante la ejecución de los mismos. Es precisamente desde una premisa que roza lo absurdo por impracticable – aparentemente, pues sólo el porvenir sabe lo que nos deparará el futuro – que el artista Nicolás Rojas Hayes decide articular una ficción científica dentro de la cual al aparato que bautiza el proyecto se unen otros elementos relacionados con la creación del mismo: una conferencia divulgativa y diverso material informativo sobre este proyecto científico que, aunque ficcional, no está exento de puntos estratégicos de conexión con una realidad histórica que actualmente pertenece a una de las ligas fallidas de la ciencia decimonónica: la frenología.
La historia de la ciencia, como la del resto de disciplinas humanas, ofrece capítulos que han pasado a la historia pero que no han sobrevivido a ella. La frenología es uno más de esos callejones sin salida del desarrollo médico-científico que, vista desde el presente, cuesta imaginar como discurso vigente y hegemónico en algún punto del devenir occidental. Que su definición refuerce esta afirmación. La frenología sostenía, a principios del XIX, la posibilidad de determinación del carácter y los rasgos de personalidad del todo individuo basándose en la forma del cráneo, de la cabeza y de las facciones. Cabe decir que la frenología, en su erudita cruzada social por estudiar y establecer “el rostro del criminal”, no estaba sola. Existía también la fisionomía. Sin embargo, aunque esta ciencia que establecía una correlación entre los rasgos faciales y el carácter del individuo tuviera más peso entonces en las descripciones de personajes de la literatura que en la propia ciencia, continúa existiendo en el imaginario psicológico moderno. Y en los archivos policiales. Se cierra una desviación más del tema con la siguiente recomendación literaria: Una investigación filosófica de Philip Kerr.
Volviendo a la frenología y al EspaiCub de La Capella, Aparato de medición es un proyecto que se sirve de la frenología para reescribir una línea de la historia médico-científica a lo largo del siglo XX y XXI en la cuál esta ciencia decimonónica todavía funciona y tiene además una sede que la promueve internacionalmente: el HFIS (Instituto Höglund de Frenología de Estocolmo). La conferencia que presenta Nicolás Rojas Hayes como parte de un display con ecos de stand científico, relata divulgativamente la historia de esta revisión frenológica cuyo corolario sería un aparato capaz de evalúar la voluntad de un individuo midiendo la columna vertebral. La aparición de esta parte concreta del cuerpo dentro de todo este discurso nos remite a la segunda parte de un título que ha sido obviado hasta ahora: el índice de Scheuermann. Este índice tiene puntos de anclaje con una patología real, la enfermedad de Scheuermann, que cuando aparece lo hace en la adolescencia y en forma de grave deformación cervical. Dicha afección se introduce en del proyecto se realiza de la siguiente manera. Intercambiando términos con el fin de transformar la enfermedad en una condición universal que, casos anómalos aparte, sería la manifestación física de la voluntad. El índice de Sheuermann sería pues el conjunto de medidas extraídas de la columna cervical que sirven como indicativo cuantitativo y cualitativo de la voluntad humana.
Desglosar la trama de todos los puntos que se trabajan en Aparato de medición para crear esta ficción sería un ejercicio de repetición semejante al de resumir un libro. En relación a la ficción dentro del arte, un proyecto como el de Nicolás Rojas Hayes no es de lo primero que nos viene a la cabeza. Porque tendemos a asociar, casi solapar, la ficción con lo narrativo. Y si bien es cierto que en Aparato de medición hay texto, hay narración, hay un discurso histórico lineal, éstos no dejan de ser un circunloquio explicativo (y necesario) para un objeto que contiene todo el relato aunque no lo evidencie: el aparato de medición. Y si pensamos en objeto, tenemos que pensar en un espacio. Es entonces cuando Aparato de medición canjea el tradicional lector de ficciones por un espectador de arte que es también paciente potencial de un aparato que se presenta como universal. El hecho de estar metidos –literalmente- dentro de una ficción tras poner el segundo pie en el EspaiCub, nos recordaría que el acontecimiento ficcional es real en tanto en cuanto es capaz de actuar sobre la realidad o producir entidades físicas. La literatura pide que nos las imaginemos. El arte puede pedir que las contemplemos.
Siguiendo con la ficción, pero esta vez desde su alianza estratégica por simbiosis con la selección parcial de una realidad histórica concreta (para el que no sea un experto en frenología cuesta saber qué datos son reales y cuales son ficticios) el concepto que acude casi automáticamente es el de fake. El problema inminente que surge en torno a este derivado combinatorio entre lo ficticio y lo real se ubica en torno a la validez de un fake que se presenta a sí mismo desde el principio como tal. ¿Es operativo un fake al que no se le permite un tiempo de maceración que camufle el acontecimiento propuesto como real antes de ser desenmascarado? Basta con leer la hoja de sala –o ser menos ingenuos de lo previsto por ¿el artista? – para darse cuenta de que Aparato de medición nos cuenta una historia sin pies pero con cabeza. Aún así, como dice Martí Manen en Salir de la exposición, el arte provoca un estímulo de verdad, una concesión por parte del espectador de que lo que allí se nos cuenta es verdadero. Y por un momento podemos llegar a creernos algo tan brusco como la posibilidad de medir la voluntad del ser humano a través de parámetros físicos. Pensando el fake un poco más en profundidad, nos encontramos con que éste se funda en una paradoja: la de proponer una ficción que no sea fácilmente reconocible en un primer momento pero que, a la vez, sea capaz de generar un proceso posterior de duda en el receptor que concluya con la revelación del propio fake. Porque un fake que permanece oculto es un fake que fracasa en su misión subversiva. Teniendo en cuenta esto último, ¿el vigor del fake propuesto por Nicolás Rojas Hayes en Aparato de medición sería mayor si le tocase al espectador descubrir por él mismo que todo lo que allí se cuenta es una mentira estratégica, una verdad a medias? ¿Serviría que lo descubriese por méritos propios el espectador si, finalmente, es el impulsor del fake quien debe desvelar el misterio como único testigo legítimo para que éste no sea una operación fallida?
Y ya que antes mencionábamos el concepto de subversivo en relación al fake, ¿cuál es la desestabilización que persigue Aparato de medición? Como tantas otras veces, la respuesta está en la hoja de sala. La recuperación ficticia de una pseudociencia como la frenología es un ejercicio que nos habla –generalizando mucho- de las veleidades de la ciencia y de la falta de ese rigor que supuestamente la acompaña por adhesión implícita. Podría parecer entonces que Aparato de medición lanza un cierto ataque contra la ciencia, la religión hegemónica de todas las sociedades que se autodefinen inexactamente como laicas. En caso de ser así, ¿sirve de algo producir un fake destinado a desestabilizar el discurso científico desde el campo del arte? ¿No sería más eficaz –pero a la vez inviable siendo el artista un agente externo a cualquier comunidad científica determinada- insertar la ilusión de verdad dentro del contexto que se pretende criticar, el científico-médico en este caso concreto? Siendo menos pretenciosos, podríamos pedirle a este fake que saliese –para empezar- del cubo blanco.
Sucede que, con la hoja de sala en mano todavía, Aparato de medición usa la ciencia como medio pero no como fin, como pretexto. Y que todo el proyecto se dirige a cuestionar un concepto -si cabe- mayor, más complejo y más incómodo que el de la ciencia: el de verdad. La elección por parte de Nicolás Rojas Hayes de cuestionar la verdad científica (podría haber optado por cuestionar verdades artísticas o históricas, ciñéndose a un contexto que probablemente conozca mejor) surge como una coartada deliberada, puesto que a día de hoy no hay discurso cuya proliferación de verdades sea tan ingente, tan aceptada y tan poco cuestionada por la “opinión generalizada” (entidad abstracta donde las haya) como las del discurso científico. Cuando investiga el historiador, es su subjetividad la que rastrea en el pasado y la que habla; cuando investiga el científico y obtiene resultados enganchados a la promesa de un futuro mejor, es la ciencia la que habla por su boca.
Aplaudida la actitud del arte (quizás sería más exacto hablar de la de los artistas) para meterse dónde no lo llaman y su habilidad para la injerencia, nos encontramos con que actualmente muchos proyectos artísticos despliegan diversas tentativas desde una mirada crítica hacia el discurso científico. Pero no tanto hacia éste y sus explicación del mundo como hacia su privilegiada posición como productor de conocimiento. También contra esa instrumentalización por parte del poder que lo ha querido convertir en un saber objetivo e incuestionable. A pesar de lo pertinentes y sugestivas, todas estas cuestiones parecen secundarias en Aparato de medición, un proyecto que manipula el discurso médico para efectuar una maniobra que ponga en duda la misma premisa de verdad. Más que la ciencia médica en sí misma importa el hecho de que toda verdad se construye como se construye una historia ficticia: gracias a unos lógica narrativa, una genealogía histórica y la existencia de recursos materiales a modo de pruebas “objetivas”. Porque no hay ficción que no esté sujeta a la realidad social de su contexto de creación.
Criticar la noción de verdad, ya sea construyendo una verdad notoriamente absurda como estrategia o escribiendo un arduo ensayo filosófico, nos lleva a una paradoja interesante pero estéril. Negar algo que se da por verdadero es un acontecimiento que se origina, a su vez, sosteniendo una verdad. El rechazo de ciertas verdades no está exento de seguir reafirmando la noción de verdad como valor, ya que la negación de una realidad supone la afirmación de otra en la que sí se cree.
Así mismo, podríamos pensar Aparato de medición como un ejemplo bastardo de ciencia-ficción. Si en ésta última el futuro se organiza gracias a una aceleración de un presente determinado, en Aparato de medición se adultera el pasado para llegar a un presente capaz de apuntar a un futuro inmediato. De la medición de la voluntad humana a su ortopedia. De lo supuestamente neutral del cálculo científico a lo patentemente instrumental e ideológico del método evaluativo y correctivo. ¿Para qué medir la voluntad individual si no es para modificarla subsiguientemente con algún propósito determinado? ¿Para qué investigar algo si no es con un propósito predeterminado? ¿Son los motivos ajenos a la ciencia los que siempre han impulsado su desarrollo y decidido sus derroteros? Si sacamos el autor de ciencia-ficción que todos llevamos dentro y nos olvidamos de la revisión frenológica que hay en toda esta historia (para sustituirla por una ciencia vigente como la psicología conductista ), ¿es tan inverosímil un futuro en el que la voluntad humana sea tasada, manipulada y domesticada? Es entonces -y en contra de las intenciones iniciales del proyecto propuesto por Nicolás Rojas Hayes- donde lo absurdo roza lo sensato. Y dónde las aspiraciones de un pasado que nunca existió se convierten en los riesgos de un futuro que podría existir.
Fotos. Gustavo Osorio