A veces uno descubre por qué las tazas se rompen aunque nadie las use. Las exposiciones se parecen al amor según Lacan. Uno entra buscando algo que no tiene a un lugar que tampoco lo tiene o no tiene por qué dárselo. La decepción que produce el arte es directamente proporcional a las expectativas que nosotros generamos en relación al mismo. En esa manifestación de la dialéctica a través del binomio expectativa-desengaño, las exposiciones de arte constituyen un momento decisivo porque, como espectadores, nunca somos tan conscientes de la experiencia estética como cuando estamos a punto de entrar en ellas. Y no tanto porque antes de acceder a una exposición ensayemos instintivamente otra reflexión más sobre el hecho estético, sino porque -aún sin saber muy bien qué sea a día de hoy- necesitamos que la experiencia estética nos esté esperando allí dentro. Como un perro sin dueño que espera en el interior a que alguien lo mire. Como algo personal e intransferible que permitimos que otros compartan con nosotros. Como un mcguffin que acaba siendo realmente importante. Como uno que no lo será nunca.
Los motivos por los que visitamos exposiciones son los mismos motivos por los que también acudimos a las grandes citas del arte contemporáneo. Sólo que en este último caso, a la búsqueda tácita de la experiencia estética se une la búsqueda consciente de la novedad estética en un tiempo en el que parece no existir nada nuevo bajo el sol. Y menos aún dentro de una sala de exposiciones. También se une una obligación implícita para aquellos que se relacionan profesionalmente con el contexto del arte: la del “haber estado ahí”. No vaya a ser que nos quedemos fuera de otra conversación ocasional centrada en los hitos de la última documenta de Kassel. O que no tengamos una opinión formada desde el conocimiento empírico y no desde la enésima ekphrasis laudatoria atravesada por el comentario interdisciplinar. “Haber estado ahí”, como tantos otros, como cuando uno es niño y quiere las mismas zapatillas de deporte que todos los demás para pasar desapercibido mediante la repitición y ejercer el derecho de pertenencia social a través de una marca.
Las causas que llevaron a Enrique Vila- Matas a la última documenta de Kassel, además de la cuestión de la pertenencia a una incierta vanguardia son, sin embargo, más próximas a las del artista convocado. Derivan en primera instancia de una invitación de la propia documenta con el fin de aumentar su ingente programa de actividades y proyectos artísticos a través de unas residencias para escritores un tanto excepcionales. Sobre todo por el lugar de trabajo para la acción literaria, un anodino restaurante chino de Kassel. También por el modus operandi de un escritor “abierto al público” que, como el restaurante, espera la llegada de algún visitante interesado en aquello que allí se le pueda ofrecer, oferta literaria incluída. Vila-Matas no tuvo la ocasión de conocer a ese hipotético admirador-interlocutor en una sucursal más del glutamato hecho gastronomía. Tanto o más importantes que la invitación oficial, están las razones personales que inducen a Vila-Matas a aceptar un vuelo hacia Frankfurt que, ficción autobiográfica de por medio, le ocasiona dudas intermitentes y reiterativas. Especialmente tras el aterrizaje, cuando se demuestra que no siempre la ejecución de toda elección conlleva la aprobación de la misma por parte de quien elige. A pesar del recelo persistente a frecuentar cada mañana y durante una semana el Dschingis Khan, Vila-Matas acude a la documenta para conocer el estado actual de una vanguardia en interrogantes de la que, por inclusión implícita, puede formar parte a lo largo de su estancia en la documenta 13, con “d” minúscula.
Como sucede en casi todos los viajes que uno hace sin compañía –y sin previsiones de la misma- a lugares que no se conocen previamente, el monólogo es la única posibilidad de interlocución que se presenta como efectivamente viable. Un diálogo para un desdoblamiento identitario que, a pesar de admitir injerencias por parte de otros -los eventuales que suspenden toda excursión mental-, no puede ya ser interrumpido hasta que el viaje termina y uno vuelve a casa para despedirse de su alter ego hasta próxima convocatoria. Kassel no invita a la lógica es un buen ejemplo de este monólogo, espoleado además por lo que parece un segundo desdoblamiento en el caso de Vila-Matas: el de la ficción autobiográfica, un término que simplemente se encarga de puntualizar que quizás todo aquello que el escritor nos está contando no haya sucedido o, al menos, no haya sucedido tal y como él nos lo cuenta. Pero nosotros, como también sucede con el arte, entramos en el juego, aceptamos las reglas y ocupamos entonces nuestra posición, la del entrometido con autorización para fisgonear en aquello que Vila-Matas ofrece en diferido dentro del libro.
Kassel no invita a la lógica es uno de esos escasos momentos literarios en los que el arte no se viste con las galas de lo atávico para devolvernos el espectro de una bohemia exánime a través del pintor o escultor de turno, apesadumbrado por su voluntaria condición de outsider a medias. No hay en este libro ni buhardillas en ruinas, ni noches de insomnio producidas por la huída de las musas o de amantes extenuadas en busca de una mejor y más saludable experiencia del amor, ni administradores de viviendas decadentes representando a una de las némesis de la precaria bohemia. Kassel no invita a la lógica es un bien escaso que se aparta del arquetipo de artista que nos ofrece casi siempre la literatura. En esta afirmación no hay juicios sobre la calidad literaria, sino sobre el contenido. Finalmente parece que, dentro de un libro, los artistas son contemporáneos y no modernos (breve inciso para una recomendación oportuna: The Family Fang, de Kevin Willson). Y que el arte es algo que no sucede a través de la cosmovisión de otro artista misántropo hastiado del devenir del mundo, sino que es extraordinario, tanto por su condición prosaica y su continua intermitencia banal, como por su demanda trascendental. Porque pese a toda su herencia intelectual el arte es también una excusa para otorgarle algún sentido a la experiencia subjetiva del mundo, al igual que la escritura o al igual que unos zapatos de charol que uno se compra para adquirir con ellos una serie de situaciones hipotéticas basadas en otra especulación imprecisa del deseo.
Si decidimos creer en la verosimilitud de la ficción, Vila-Matas acude a Kassel para sortear sus compromisos literarios dentro del restaurante chino Dschingis Khan mientras busca en la documenta el instante estético, aquello que dé sentido a toda la parafernalia de un arte que se celebra a sí mismo a través de la magnitud del evento internacional y de los besos en el aire que protegen muchas mejillas. Y lo hace invadido por un energético estado de exaltación que muchas veces nos hace dudar de si se trata de un elogio sincero o de un mecanismo lateral de burla. Como si Vila-Matas fuese más listo que nosotros y, aún sin pertenecer al contexto artístico, fuese capaz de intuir la suspicacia y la incongruencia que lo sostienen, espoleando el prototipo de espectador que la documenta y el arte sueñan. O, siendo menos perversos y ciñéndonos a lo literal del texto, como si Vila-Matas conservarse aquella fe en el arte que otros perdemos a la enésima exposición que no satisface nuestras expectativas. En Kassel no invita a la lógica el escepticismo hacia la documenta corre por parte del lector agnóstico y no por parte del propio artefacto narrativo, como si sucedía en aquel documental de Jeff Cornelis sobre la documenta 5. Documental que, entrevistando a algunas de las figuras capitales de aquel momento de vanguardia en sus postrimerías, evidenciaba la afectación retórica de un arte apenas socorrido por la lucidez sensata de los breves comentarios de Lawrence Weiner en torno al hito comisarial de Harald Szeeman. Aquella documenta de 1972, además de generar una mitomanía nostálgica en el futuro, sentaría las bases de una figura capital en la contemporaneidad del arte: el comisario de exposiciones. Nueva estrella del celuloide estético que, para su edición de 2012, lleva las uñas pintadas y sabe compaginar la inteligencia del teórico con la astucia del promotor.
Vila-Matas también recuerda la documenta de 1972. Como tantos otros, la recuerda por la evocación de quien no tuvo la ocasión de asistir a ella y participar en el último banquete de la vanguardia. Fallecida la vanguardia, sólo queda ser contemporáneo. Ser consciente de que uno vive en esta época y no en cualquier otra. Se es contemporáneo gracias a la reflexividad sobre la propia época y no a causa de la aceptación o pertenencia a la misma. Se es contemporáneo, por ejemplo, por la consciencia de que ya nadie puede ser moderno. También como retribución por afirmar y secundar que nunca fuimos verdaderamente modernos. La contemporaneidad presentada por la documenta 13 es una época que se puede resumir en lo lacónico de su eslógan: colapso y recuperación. Consigna que Vila-Matas metaboliza a lo largo de su estancia en Kassel y que, si nuevamente creemos en lo que el escritor nos cuenta, trasciende la propia documenta al existir antes, durante y posiblemente después de la misma. La rutina de Vila-Matas es la del depresivo saludable, optimista por las mañanas y taciturno por las noches. Rutina existencial que se ve interrumpida por el júbilo del arte a través de repetir hábitos como entrar una vez por día en la instalación de Tino Seghal, instalación a la que manda saludos desde el balcón de su habitación de hotel.
Por encima del arte, son ciertas actitudes vitales de Vila-Matas las que hacen que el lector –yo, en este caso particular- empatice con el escritor, ese individuo al que se conoce por completo y en absoluto. Es en las frases que empiezan y terminan, en las situaciones similares y no relacionadas explícitamente con el arte o la documenta, en las que uno se piensa a sí mismo a través del escritor. En cosas como sentirse en Europa cuando uno sale de España hacia el norte un poco a la derecha, un país que practica con deleite la amnesia histórica y al que le hacen falta más parques verdes para no sucumbir ante la abulia del fin de semana. En inventarse una rutina en la ciudad de acogida cuando se es turista pretendiendo no serlo. En usar el trabajo de los artistas como pretexto para que la vida, como el arte, sencillamente pase y, a veces, nos haga también pasar por ella sin la sensación de quedarnos enganchados en alguna otra parte. O en situaciones tan ingenuas como el miedo constante a perderse en una ciudad que no se conoce.
Porque, a pesar de la arquitectura conceptual de la documenta, quizás el visitante –no tanto Vila-Matas, que ve satisfechas más o menos sus investigaciones estéticas- acaba quedándose con aquello que no está en el programa de artistas y actividades. Con el viaje y con las expectativas del arte como una promesa que, si se llegase a cumplir totalmente, dejaría de funcionar como mcguffin personal para dar por concluido un relato convertido en carrera profesional. De Kassel yo recuerdo Berlín. Y el arte como un subterfugio para desertar por unos días de la rutina emocional. Recuerdo escuchar por primera vez el nombre de Tino Seghal, aún sin llegar a encontrarme jamás con The Variations. Más tarde, el nuevo mito del genio esquivo me decepcionaría en la Tate Modern de Londres. Recuerdo el galgo de Pierre Huyghe. También el otro, el actor secundario de un paisaje residual, al cuidador de ambos perros, su cicatriz y una historia de amor hipotética con él tan adolescente como efímera.
De Kassel yo recuerdo unos zapatos de charol todavía sin estrenar; Scaffold de Sam Duran; los bretzels con un amigo delante de lago observando a otros visitantes; la inagotable y paciente cola antes de adquirir un ipod para seguir las instrucciones binaurales de Alter Bahnhof Video Walk de Janet Cardiff y George Bures Miller; la estética precaria de muchas cartelas; el enfado matutino tras la proyección de Albert Serra en alemán y sin subtítulos; llegar a una ciudad nueva sin un sitio preciso donde dormir y dejar para última hora del día la zozobra logística;el efectismo fácil y previsible de Forest (for a thousand years…) con otra cita más, esta vez acústica, al pasado nazi, también de Cardiff y Miller; la acampada delante del Fridericianum y su efecto propagandístico y cool sobre aquello que pretendía criticar; la sala de aquel entrañable artista de artistas que expuso en el MACBA, Thomas Bayrle; una habitación llena de literas vacías con sábanas blancas; el previsible exceso de visitantes ávidos de arte; los puestos de comida orgánica, tan saludables siempre los alemanes; la ráfaga de aire de Ryand Gadner mientras intentaba leer una carta de disculpa de una artista cuyo nombre no recuerdo hacia Carolyn Christov-Bakargiev por no haber cumplido con su trabajo y, de alguna una manera, darlo así por hecho; las ganas de que se terminase un tour artístico que, dos días antes, había sido capaz de provocarme un retorno a aquellos insomnios infantiles de la noche antes de las excursiones del colegio; los catálogos verdes de la documenta en la parte trasera de muchas bicicletas alquiladas que me hacían echar de menos la mía; un libro de Foster Wallace con entrevistas a hombres no tan repulsivos y muchas notas a pie de página. De Kassel yo recuerdo una documenta aunque la documenta no se acuerde de mí. Como recuerdo haber querido volver inmediatamente a Kassel a los dos minutos de aterrizar en Barcelona. Puede que, dentro de unos años, para volver a Kassel en 2012, en vez de buscar mis propias fotos del momento, decida leer por segunda vez Kassel no invita a la lógica. Y no tanto porque sea la mejor o las más completa sinopsis del evento (para eso está el catálogo, Tino Seghal voluntariamente desterrado del mismo), sino por repasar la condición diletante de muchos escritores en todo aquello que se refiere al arte contemporáneo, por volver a sentir el desconcierto del exceso de emoción ajena ante el arte o por intentar descubrir por qué se rompen ciertos objetos el día en que uno se acuerda precisamente del momento en que los compró.