Desde hace tiempo, el espectador se ha visto impelido a salir de la sublime hibernación del esteta o de la despreocupada coyuntura del visitante ocasional, si es que estas posturas existían así de clausuradas. La demanda de participación y complicidad por parte del indispensable destinatario de un contexto público como el arte no ha surgido tanto de la mano del presunto implicado –el ahora omnipresente y tuteado espectador- sino del emisor del mensaje artístico. Desde hace un tiempo artistas, comisarios y críticos le recuerdan al espectador que el arte es para él, por si se le había pasado por alto entre tanto creacionismo individualista y tanto coletazo anacrónico del genio y otras especulaciones que lo situaban como un outisder contemplativo. Eso sí, imprescindible.
El espectador siempre ha poseído la facultad de mirar, que no una mirada facultativa. Y la mirada también ha reclamado su dosis de actividad frente a las tradicionales acusaciones de pasividad que se han lanzado sobre ella. Demarcar qué es un mirada activa ha sido uno de los deberes que la teoría se ha encargado de trabajar. También la praxis artística. La miopía es una de las posibles malformaciones de la mirada. Y del pensamiento.
Volviendo a la actitud del espectador, los dilemas no son pocos y hay veces en las que se cree que su incorporación activa dentro del arte se obtiene al ponerle las cosas difíciles o, en las antípodas del obstáculo cognitivo, pidiéndole que ejecute un liviano clic al pulsar un botón o efectuando otros futiles movimientos más cercanos a la actividad lúdica de las videoconsolas que a la mal traducida interactividad. Un espectador es activo, no tanto por los movimientos físicos que ejerza dentro de una sala de exposiciones, sino por la gimnasia mental que practique a raíz de un proyecto.
Uno de los hits teóricos del arte en cuanto a la incorporación directa del espectador fue la denostada estética relacional del célebre y seductor demiurgo de neologismos posmodernos, Nicolas Bourriaud. Según ésta, el arte era un espacio capaz de crear relaciones con y entre los sujetos a los cuales se dirige la actividad artística. Sin embargo, este taquillazo estético no cedía el protagonismo a un espectador activo. El artista –y, por extensión, el comisario y el clarividente crítico capaz de darse cuenta del entramado relacional- seguía en el podium de las formas estéticas. Si en un principio la estética relacional cautivó a muchos por su actitud positiva frente al la habitual perspetiva aciaga de la crítica, finalmente los enunciados de Bourriaud cayeron en el hastío de la reiteración y en el desencanto de la evidencia: no por insinuar un campo posible de relaciones éstas se llevan a cabo tal y como pretende el dispositivo.
Todo este excursus preliminar viene a raíz del proyecto expositivo de Iván Gómez, Deseo de testigo, que cierra el ciclo comisariado por Alex Brahim, Audiencias Cardinales, en el Espai Cultural Caja Madrid de Barcelona. Habitualmente entendemos la labor comisarial desde el contexto de la exposición en singular y, si bien, cada uno de los cuatro proyectos que construyen Audiencias Cardinales funciona con autonomía con respecto a los otros, también pueden verse como cuatro instalaciones que dialogan (espectador interviniendo) dentro de una exposición en decurso. El ciclo toma su nombre de un término polisémico “basándose en la teoría numérica del número cardinal (la cantidad finita o infinita de elementos que componen un conjunto específico) y la noción de punto cardinal (las cuatro direcciones que establece el sistema cartesiano de representación de coordenadas)”.
La atracción del arte por la ciencia no es algo nuevo y se vienen utilizando algunas de sus teorías e hipótesis bajo el exento paraguas de la licencia retórica, con mayor o menor éxito, con mejores y peores acabados cognitivos. Al emparejar física cuántica y arte suceden cosas como aquel ciclo del MACBA titulado El principio de incertidumbre. Menos pretencioso, más numérico y más sobrio es Alex Brahim con sus Audiencias Cardinales, donde la noción de audiencia sube al estrado para comparecer desde cuatro perspectivas: la participación del público en un proyecto expositivo y editorial como Las habilidades, de Andrea Gómez; el espectador como caso de estudio dentro de la detectivesca investigación de Mireia c. Saladrigues en Radicalmente Emancipado(s); el impedimento de intelección directa entre la obra y el espectador con Aníbal Parada y Yo no estuve aquí; y como corolario, el espectador como montador semiótico en Deseo de testigo de Iván Gómez. No obstante la diferencia entre cada una de las cuatro coordenadas, las dos últimas tienen algo en común. Y son las dificultades de lectura por parte de un espectador que llega a una sala de exposiciones que no es tal (las cuatro intervenciones se apropian de los lugares de transición del Espai Cultural Caja Madrid) con la esperanza de, si no entenderlo todo a la primera, sí hacerlo tras la mirada atenta que surge de esa predisposición a atar cabos y fragmentos estéticos que casi todos remolcamos a la hora de entrar en el territorio de lo artístico. Condenar al artista por los aprietos de comprensión ante una obra es un clásico en el que todos caemos. La búsqueda y consecución de avenencias es una cláusula que se da por implícita en el contrato estético entre espectador y obra. Una pregunta que vale la pena arrojar es si la ininteligibilidad que se le imputa al arte es culpa de los agentes de producción directa (artistas, instituciones, comisarios) o de esa propensión a traducir la complejidad de ciertas esferas culturales en papilla para una intelectualidad indolente, donde el paradigma de lo didáctico domina cualquier otra propuesta de acercamiento al arte y, por extensión, a la cultura.
En este texto alrededor de Deseo de testigo hay trampa. Y como la intriga deja de ser tal cuando se evidencia, hago un alto aquí para aclarar que el punto de vista desde el cual se articula dicho texto no es el de alguien que accede sin el mapa conceptual del artista a una exposición. Hay que tener en cuenta que, antes de escribirlo, se habló con Iván Gómez, quien montó o ayudó en el montaje de los conceptos que articulan Deseo de testigo. Posiblemente este texto hubiera sido diferente sin la cartografía teórica del artista. Porque como apunta el mismo artista, toda narración –empezando por este texto- es un montaje.
A Iván Gómez le gusta el cine. Y se nota. Tanto por las composiciones fotográficas en forma de collage con fragmentos del imaginario cinematográfico occidental como por las máquinas cinematográficas que introduce a modo de injertos expositivos. Y por obras anteriores como “Prometer el infinito” o “Lo más difícil, Nada”. Pero es en Deseo de testigo donde, además, le da un rol específico al espectador dentro de la etapa que hace del cine lo que es: el montaje. Nos toca a nosotros montar el montaje fragmentario del narrador, del artista en este caso. Hasta aquí, el cómo.
El qué se origina en la idea de que toda relación humana está articulada por el conflicto. Y no hay vínculo tan potencial o efectivamente conflictivo como el paterno-filial. Lo demuestran notoriamente la cotidianidad familiar, el cine, la literatura y el psicoanálisis, entre otros. Iván Gómez acude a la objetivación subjetiva del irrevocable conflicto a través de la representación cinematográfica para que cada espectador saque sus propias conclusiones personales. Ya sea por su presencia o por su ausencia, todos tenemos un padre. Y una madre.
Este primer estadio de Deseo de testigo contiene un collage visual a base de fotografías sobre planchas de metacrilato y dos monitores con videos extraídos del archivo hipertextual por antonomasia, Youtube. Formalmente encastrados el uno sobre el otro nos cuentan dos historias. La de una pareja de simios que no acepta o no puede aceptar la muerte de su vástago y que, en vez de abandonarlo como suele ser común, intentar reanimarlo y conservan el cadáver consigo durante unas horas. El otro video nos muestra a un niño que, a causa de una severa restricción paterna desde su nacimiento, se mira por primera vez delante de un espejo. Para alguien que no ha practicado la otredad mediante el yo especular gracias a lo rutinario del reflejo, enfrentarse a uno mismo por primera vez a través del espejo supone una colisión psicológica digna de los traumas a los que nos tiene habituado el psicoanálisis. Iván Gómez nos lleva desde Freud a Lacan, certificando que la construcción de la propia identidad también es una relación en permanente conflicto.
Hay relaciones paternofiliales no basadas en la reproducción sexual, como es el caso de las estrellas de mar. Éstas nos ofrecen una impracticable alternativa: la regeneración a partir de los brazos, en caso de que alguno de ellos se haya escindido. Deseo de testigo no obvia esta rara avis reproductiva que sirve como disyuntiva simbólica, colocando una pecera con dos estrellas de mar antes de llegar al segundo espacio de la exposición. Aquí volvemos a la sala de montaje cinematográfico, si es que alguna vez salimos de ella, con una pantalla en la que se combinan extractos de Persona de Igmar Bergman y Medea de Pasolini. Si en la primera los personajes que encarnan Bibi Andersson y Liv Ullmann discuten en torno a la indiferencia maternal por parte de la segunda, de la ópera prima de Eurípides nos quedamos con la figura de una madre que, por amor, asesina a sus propios hijos. Ivan Gómez completa el sentido de este diálogo cinematográfico con dos nidos vacíos.
El tercer bloque expositivo reafirma la idea de que las relaciones humanas no dejan de ser relaciones de poder. Nuevamente nos encontramos con un collage de imágenes, sólo que ahora es Foucault el que está en el aire. El amor y la política son espacios afines. Ambos corren el peligro de ser conquistados por un régimen de dominación. Otro de los espacios de dominación es la construcción del propio cuerpo. Este puzzle fotográfico se acompaña de otras piezas: un video en el que se presenta un campo de concentración alemán convertido en museo de los horrores –¿futura disneylandia de la ominosa historia mundial?- a causa de los calculados mecanismos de ejecución masiva del nazismo; y varios aparatos cinematográficos, destacando una guillotina fílmica y una máquina de fundido en negro.
Podríamos pensar entonces que esta exposición termina como terminan la mayor parte de las películas que hemos visto, con un célebre eclipse en negro. Sin embargo, Deseo de testigo podría no finalizar aquí. Podemos volver sobre nuestros pasos y utilizar el camino de entrada para salir de la sala. Entonces aquí se acaba todo. O bien podemos armarnos de pereza y coger el ascensor. En caso de optar por la última opción, el examen especular que practicamos dentro de todo ascensor nos recuerda que ésa que vemos es la imagen que los demás tienen de nosotros. Iván Gómez, además lo refuerza colocando un explícito gráfico encima: el de la teoría lacaniana del espejo, para que no nos olvidemos tampoco de que es a través de la imagen total con la que nos obsequia cualquier espejo cómo se funda el yo y cómo nos construimos como sujetos.
Deseo de testigo es un proyecto expositivo a base de fragmentos que apuntan en la misma dirección que los grandes hitos vigentes de la historia del pensamiento occidental del siglo XX. Matar al padre, para el edípico Freud, era una común fantasía infantil y una cuestión de supervivencia personal. A este punto, Deseo de testigo puede accionar en ciertos espectadores una función de supervivencia intelectual: matar a Freud. Y, ya que nos ponemos homicidas, a Lacan. Y a Foucault. Solemnes bromas aparte, aunque Iván Gómez delega el montaje de una exposición con diferentes capas de lectura –y por consiguiente, las narración final- en un espectador que no puede sentarse sobre el elegante diván psicoanálitico de las consultas cinematográficas, Deseo de testigo se hace mucho más sugestiva con un mapa conceptual en mano. Pero quizás Iván Gómez también nos está proponiendo que matemos al artista.
Fotografías: Duna Riera