El texto es algo que siempre llega tarde. En su condición inaugural de un “después”, hay textos que aparecen con tanto retraso que uno se pregunta si tiene algún sentido empezar a escribirlos. O si no sería mejor renunciar a ellos, conservarlos en la desmemoria, custodiarlos desde aquel propósito que nunca es capaz de trascender la voluntad desiderativa. Y dejar que sean otros quienes tampoco los escriban, tampoco los lean y tampoco los recuerden. Los textos de arte son textos que, debido a una relación de dependencia con aquello que los incita, si no aparecen durante el período de tiempo que aquello existe, parecen no tener razón de ser. La temporalidad de los dispositivos de visibilidad del arte afecta y cronometra la pertinencia del texto originado por ellos. Aunque quizás el arte no sea la causa sino la excusa. Para escribir de algo porque todavía no se es lo suficientemente valiente como para escribir novelas o cuando la ficción implica demasiada responsabilidad y tiempo.
Este texto es un texto que llega tarde porque no llega a tiempo. A tiempo de ser leído -y escrito- mientras aquello de lo que todavía no ha empezado a hablar coexiste con él: Corazón 190 de Carolina Bonfim. Como un texto en diferido está atravesado por esa mezcla de embarazo e inquietud de quien acude con retraso a una cita importante. Como un texto con derecho a su propia temporalidad plantea un ejercicio de resistencia contra la renuncia de la escritura a manifestarse fuera de plazo. También contra ese continuo desertar del texto de crítica de arte en un tiempo en el que los eventos se solapan y suceden tan rápidamente que, aún demostrando afirmativamente la energía de un contexto cultural, atascan la voluntad de aquel espectador que pretende ilusoriamente abarcarlo casi todo. Peor aún el caso del crítico que, además de asistir, quiera pensar escribiendo sobre aquello que visita. Puede que ya sea hora de asumir pacíficamente y sin remordimientos enciclopédicos la pluralidad inabarcable de la realidad, aún y cuando ésta sea limitada. Y de reivindicar la insubordinación del texto hacia una temporalidad –la expositiva o la de la presentación del arte en público- que en el fondo le es ajena y heredera de ciertos hábitos de consumo cultural.
Corazón 190 de Carolina Bonfim fue una performance secuencial que subrayó la dimensión individual de la recepción de la obra de arte. Más bien de una obra de arte que, como tantas otras, ya no quiere ser obra de arte si por obra de arte entendemos un dispositivo provisionalmente sedentario dentro de una sala de exposiciones. Corazón 190 fue una performance que solicitaba literalmente la acción de un espectador que podía, para mayor satisfacción de su ego, abandonar la platea y subirse a un escenario encubierto por la aparente normalidad del tránsito urbano.
Este mecanismo experiencial funcionaba por cita previa. Escribiendo un mail a la artista para, una vez resueltas las logísticas de toda cita, acudir individualmente al Café Zurich de Plaza Cataluña prestando especial atención –más aún- al teléfono móvil, reconvertido ahora en brújula para un recorrido en proceso a base de lacónicas órdenes gracias a un medio de comunicación casi obsoleto: el SMS. Una vez allí y a la espera de las siguientes coordenadas, la dinámica habitual de toda espera provocaba en el espectador una atención (podríamos decir) desacostumbrada hacia un lugar caracterizado en Barcelona por su función como punto de encuentro.
Cuando uno espera tiende a camuflar su condición de sujeto a la espera de alguien gracias a algún gesto paliativo contra el retraso del otro. Hace no tanto tiempo era posible ver a muchos ojeando una revista o leyendo un libro. A día de hoy, lo más frecuente es ver a demasiados individuos practicando su apego rutinario a la pantalla de un teléfono. Fumar, sin embargo, sigue siendo una opción válida todavía para contrarrestar la sensación de estar varados en el espacio público. Corazón 190, si bien solicitaba el protagonismo del teléfono dentro de la performance, no permitía un uso ensimismado del mismo y reclamaba cierto examen del lugar para la cita. Una observación inevitable que para muchos estaba llena de clichés potenciales insertados en el imaginario de las prácticas performativas. Empezando – casi como un chiste- por aquel en el cual la performance consiste en que un espectador acude a un sitio al que no viene nadie más y en el que no pasa nada que no esté filtrado por la frustración y el desengaño de dicho espectador malaventurado. A partir de este lugar común del arte contemporáneo, el simulacro inventivo para una posible performance se disparaba. Pocos lenguajes artísticos generan tanta expectativa como la performance, de la que siempre esperamos un impacto, casi conmoción, que no pedimos a todas las prácticas artísticas. Quizás la performance juega con una ventaja que rápidamente puede convertirse en un inconveniente: que, en su activación de un momento perecedero y en la imposición de su protagonismo, su recepción excluye una atención intermitente, fragmentada o combinatoria –con otras obras-.
Corazón 190 no dejaba tamoco mucho espacio para la elucubración. A los pocos minutos, una persona aparecía para indicar el principio del trayecto, Las Ramblas. Y para remarcar la función disciplinar del teléfono. La primera de unas órdenes que serían la tónica general de una performance preceptiva consistía en caminar por el centro de la calle más turística de Barcelona, algo que sus habitantes suelen evitar o que otros no habríamos hecho nunca de no ser por Carolina Bonfim. Además de una vuelta a una situación de espera a través del tránsito –la de que la performance sucediese en alguna parte del trayecto cuando era algo que ya estaba sucediendo- Corazón 190 construía una experiencia diferente de Las Ramblas. Seguramente por ser una experiencia subjetiva que obviaba el habitual menosprecio objetivo hacia una calle desconocida por su celebridad impuesta. Para aquellos que tras años viviendo en Barcelona habíamos practicado una desconsideración voluntaria hacia Las Ramblas y todos aquellos lugares que han pasado a ser propiedad de ese sujeto eventual y transferible que es el turista, la norma inicial de Corazón 190 suponía la suspensión de una regla tácita que practican casi todas las personas que conozco: evitar Las Ramblas a toda cosa, aún y cuando supongan el camino más corto para llegar a donde sea que queramos llegar en el centro de Barcelona.
No puedo decir que tras mi primera incursión en línea recta entre una multitud foránea me hayan quedado ganas de repetir. Sin embargo, en un alegato involuntario a favor del turista en comunión, podría afirmar que gracias a la performance de Carolina Bonfim allí donde siempre había visto (o había querido ver) una horda turística, pude diferenciar individuos y situaciones particulares. Lejos de lecturas sobre la multitud bajo los postulados de la ciencia política, la homogeneidad con la que uno percibe habitualmente Las Ramblas se demostró parcial e ineficiente. De todas las situaciones durante el trayecto destacaría una: la de convertirme en ladrón potencial al intentar cumplir concienzudamente uno de los preceptos de los primeros SMS. El hecho de caminar siempre por el medio de Las Ramblas en línea recta provocó la sospecha de una pareja de turistas, que revisaron sus bolsillos por si les faltaba algo imprescindible justo después de mirarme con el recelo de la desconfianza.
A mitad de Las Ramblas llegaba un SMS previsible. Previsible porque desviaba el paseo hacia la Calle Hospital, lugar en el que se encuentra la institución desde la que se impulsaba el proyecto. En ese continuo “esperar que sucediese algo” una opción sujeta a cierta lógica deducía que el trayecto podía terminarse en breve. Por ejemplo, entrando en la sala de exposiciones de La Capella para, por fin, “ver algo”. Esta opción, sin embargo, también sucumbía a medida que avanzaba el itinerario. Finalizar el recorrido en La Capella derivaría en una conclusión demasiado exigua para la performance que no terminaría de sacar al espectador de los confortables preceptos de la sala de exposiciones, sino que se limitaría a maniobrar y dirigir su acceso a la misma con la desencantada promesa de mayores expectativas. Pero ya sabemos que de expectativas erradas está lleno el arte. El motivo principal para desechar cualquier interferencia directa entre la performance de Carolina Bonfim y el espacio de La Capella residía más en una atención disimulada al entorno cercano que confirmaba que Corazón 190 era un proyecto en el que el habitual observador de arte estaba siendo observado por terceros, quizás incluso por la propia artista. Al mismo tiempo que permitía al artista convertirse en supervisor, situaba al espectador en una posición voluntaria de subalterno. Pero en tipo de subalterno que, rascando un poco, no estaría demostrando tanto su sumisión al artista como a su propio deseo de insertarse en un mecanismo cuya estructura se conoce a medida que se practica. Algo parecido a cuando se es niño y se nos dice de jugar a un juego sin explicarnos las reglas y el objetivo final. Sin embargo, como en los juegos, en el arte la última palabra la tiene el participante, que puede desertar cuando se le antoje. Y sin ser desacreditado bajo el calificativo de cobarde.
Una vez agotadas las situaciones imaginarias, aparecía el lugar final de la performance: un piso en el barrio del Raval, en la Calle Lleialtat. Un espacio privado al que se accedía sacando unas llaves que aquella persona –extraviada en la amnesia del pasado reciente- del café Zurich entregaba en un bolso. Así lo solicitaba Carolina Bonfim en otro más de una larga lista de escuetos mensajes en imperativo. Atravesar la puerta con la alfombra de corazones (una referencia a un título que destila cursilería) y dejar las llaves del bolso en una habitación que la artista especificaba como propia. Lo primero que hice al entrar fue ir directamente a la cocina y servirme un vaso de agua. Y observar la disposición de los utensilios en una cocina no tan desordenada. A causa de uno de los rasgos definitorios de mi personalidad –una inclinación compulsiva hacia la limpieza y el orden- confieso que fantaseé con la idea de ponerme a limpiar y ordenar aquella cocina, como tantas veces me he permitido hacer en casas ajenas. Recuerdo unos botes de cristal perfectamente alineados en una casa con mucha información a través de cierta profusión ornamental que indicaba que, efectivamente, aquella era una casa de mujer. O al menos era capaz de aparentarlo. Dejé las llaves y el bolso sobre la cama de la habitación y volví rápidamente al salón. No me gusta estar en habitaciones ajenas, especialmente si son de gente que no conozco o conozco muy poco. Sin embargo, este rechazo a permanecer en el espacio más privado de una casa fue determinante para que yo, a diferencia de otros participantes, no conociese la parte fundamental de Corazón 190. Y esto es el hecho de que la habitación contenía información sobre mi itinerario previo a través de una serie de fotografías que lo reproducían por partes. El esmero con el que me dediqué a fisgonear los títulos de unos libros que ya no recuerdo en el salón, rastreando a la propietaria de la casa a través de la semiótica de los objetos, fue diametralmente opuesto a la atención negligente que dediqué a su habitación. Supongo que me atrajo más la estética ruinosa de una pared desconchada en un salón que la condensación de intimidad doméstica de una habitación que no era mía.
No considero que mi permanencia en aquella casa fuese excesiva. Tal vez diez, quince minutos. Carolina Bonfim no pensó lo mismo. Llegaron dos SMS consecutivos que solicitaban con la descortesía de las frases austeras que abandonase la casa llevándome conmigo sólo mis pertenencias. Hasta ese momento no se me había ocurrido coger algo y practicar el fetichismo asociado al hurto. No cogí nada, supongo que por cobardía. A cambio, surgió el modesto impulso de dejar alguna constancia invisible de mi paso por aquella casa, moviendo apenas unos milímetros algunas vacas en miniatura del recibidor. A día de hoy, me arrepiento de no haberme llevado una de esas figuras e incorporar otro nombre anónimo a la lista de personas que, movidas por un legítimo impulso de pertenencia, se adueñan del arte a través de fragmentos que lo representan. Miré el reloj del teléfono. Habiendo transcurrido casi una hora, asumí que Corazón 190 también participaba de la temporalidad estándar de la experiencia artística -sesenta minutos- y que era mejor obedecer las órdenes de Carolina Bonfim. No tanto por doblegarme a la voluntad de un artista como por no interferir en el itinerario del siguiente participante, obligándolo a esperar en el Café Zurich más de lo necesario.
No habiendo descubierto mis propias imágenes dentro de la casa, mi conclusión de la performance fue que todo aquello había sido, sino innecesario, insuficiente. Sino pobre, escaso. Que, como tantas veces en la vida, las expectativas personales superaban una realidad insatisfactoria. Y que muchos incurríamos en el error de pedirle al arte que supliese la falta de sorpresas de una cotidianidad, también la de las formas estéticas, rutinaria y repetitiva. Resolví dar por concluido Corazón 190 con una nueva exégesis hipotética: proyectar que para cada participante Carolina Bonfim hubiese dispuesto un recorrido urbano diferente de llegada al apartamento de la Calle Lleialtat. Y seguir cometiendo el inevitable crimen de pedirle al arte que rebase la condición predecible del mundo.
Podría verse Corazón 190 como un proyecto obstinado en la idea de desplazamiento. El de la noción de arte a través de una performance que sucede afuera, en la calle. Y que nos recuerda que seguir calificando como “deslocalizados” proyectos de esta tipología no hace sino reforzar desde el propio contexto la idea de que el hábitat naturalizado del arte es la sala de exposiciones. El desplazamiento en el propio acto de transitar gracias a la imposición de un recorrido urbano para cada uno de los participantes en proceso. El desplazamiento de la noción de espectador mediante su eventual mutación en protagonista de una acción, no tanto como receptor latente de la misma sino como intérprete de un personaje con un guión en proceso. Y más adelante, cómo único destinatario de su propia puesta en escena. El desplazamiento del concepto habitual de audiencia, cambiando sus constantes exigencias morales de inclusividad y de colectividad cuantificable por el de un espectador limitado en número, individualizado pero análogo y sin un trato preferencial. El desplazamiento de un artista que desparece al depositar su obra en una sala de exposiciones y que tampoco ha de vérselas cara a cara con el público habitual de una performance pero que se convierte en espía y persecutor de un personaje –el espectador- que es potencialmente libre de desertar en cualquier momento. El desplazamiento desde un tipo de arte propenso a la insinuación de las normas con el fin de censurarlas hacia el de una práctica artística que se entretiene ejerciendo y resaltando las dinámicas de poder entre artista y espectador, entre mecanismo y pieza, a través de un sistema de órdenes sin un diálogo directo que permita su objeción.
En el análisis inmediato que sucede a todo experiencia artística, Corazón 190 se presentaba como una acumulación de lugares comunes dentro de la historia del arte y la performance más o menos recientes. Como un nodo de confluencia para diferentes nociones de audiencia. Un nodo incialmente insatisfactorio. En un análisis posterior y consciente de una experiencia a medias –la mía- la performance de Carolina Bonfim incluía en la ecuación del espectador aquel observador que es vigilado y cuya meta desconocida es darse cuenta de que ha sido vigilado. Y no sólo eso, sino de que todo el proceso era documentado para que dicha documentación no se convirtiese en un residuo para el futuro sino en un elemento activo para el presente de la performance. Demostrando de paso, cuántas cosas pueden hacerse en menos de una hora. Aunque este matiz fundamental transforma la lectura inicial del proyecto, también constata uno de los grandes errores de muchos proyectos artísticos: la ley de causa-efecto en arte y el pronóstico del comportamiento del espectador. Porque si bien hubo aceptación por mi parte, sin oposición, de todas las normas del juego, el mecanismo lineal de Carolina Bonfim no podía contar con una cosa. Con la asombrosa capacidad del ser humano para no ver lo que tiene delante. Y para convertirse, sin pretenderlo, en un sujeto que es desobediente porque las indicaciones de las normas no siempre son lo precisas que pretenden ser.