El arte contemporáneo es como el fútbol. Para disfrutar del primero es necesario conocer ciertas reglas básicas del juego; para deleitarse con las estrategias semánticas del segundo se hace no menos necesario –más bien imprescindible- cierto conocimiento del dispositivo, sus agentes y sus provisionales preceptos. Porque el arte también tiene sus goles, sus penaltis, sus fueras de juego y sus saques de banda.
La diferencia entre ambos estriba en que, mientras la gloria en el fútbol exige una obediencia indispensable hacia su normativa, el arte permite –más bien reclama- una subversión de su propio reglamento por parte del soluble equipo que lo compone.
Ocurre que, a veces, más de las que uno se imagina, los integrantes de una audiencia ejercitada, instruida y experimentada en los ecosistemas del arte contemporáneo, entran en una sala de exposiciones y padecen el Síndrome de Inermedeficiencia Circunstancial. O lo que es lo mismo: que el espectador no entiende la exposición que visita. Y se frustra, se agota, se enfada, se aburre o se exaspera.
Yo no estuve aquí. Un proyecto de Aníbal Parada, en el Espai Cultural Caja Madrid, es una de esas exposiciones. O, más bien, una de esas instalaciones que destacan por el prestigio de lo críptico. La instalación es un formato en el que todo cabe, algo así como un carrito de la compra en el supermercado de los conceptos, las formas, los espacios y los materiales. Si el ayuntamiento de Barcelona hiciese crítica de arte, seguramente remarcaría ufanamente que, en una instalación, tot hi cap, però no tot s’hi val. Lejos de estos aforismos de guardería, producto de una burocracia paternalista, Yo no estuve aquí es un sitio en el que cuesta estar.
Recomendaba Wittgenstein en su Tractatus que “de lo que no se puede hablar, es mejor callarse”. Sin embargo, ya se sabe que la porfía humana triunfa siempre sobre el asesoramiento filosófico y que las personas somos expertas máquinas en hablar de aquello que no entendemos. No obstante, si a muchas de las disciplinas creadas por el hombre se les exige un entendimiento elemental y asequible, el arte es una de las excepciones a la regla de la inmediatez semiótica. Porque el arte contemporáneo posee la reputación del enigma. Y, por consiguiente, el respeto del misterio por resolver. Y, de paso, el miedo de lo sagrado ante la crítica de lo laico.
Yo no estuve aquí, ya desde su título, plantea un enigma. No lo dice el artista. Lo digo yo. Es entonces cuando accedemos pretendiendo resolver el enigma que creíamos intuir para, unos minutos más tarde, darnos cuenta de que lo enigmático se volvió críptico. Y que no nos enteramos de mucho. Nos falta texto. Esa brújula verbal que los museos nos dan a la entrada con el fin de ayudarnos a seguir la narrativa particular de una exposición, a pesar de lo genérico y común de sus formatos. Cierto es que, a veces, sólo sirven para desorientarnos más. Pues bien, en Yo no estuve aquí no hay más compás en el que apoyarse para medir los objetos que la propia instalación de Aníbal Parada. Porque el documento informativo también esconde un mensaje críptico. Vayamos por partes.
“Una teatralización y extrañaimento de personajes con elementos icónicos, tópicos y reconocibles componen una narración fragmentada en una instalación abierta que incluye video, audio, fotografía, ensamablaje y una pieza gráfica en colaboración con la artista Lydia Lunch”. Ok. Una puesta en escena con fines narrativos hecha fascículos a voluntad del artista que exige que el espectador los ordene a su (dis)gusto, heterogeneidad en cuanto a formatos, la participación de una de las voces más narcóticas –literalmente- del arte contemporáneo. Sigamos. “Un “objeto encontrado” dentro de los no-lugares destinados a esta intervención se repite como imagen y materia, haciendo las veces de artefacto detonante”. Supongo que esta parte se refiere al extintor, objeto que parece articular más que conceptualmente la instalación. Este apéndice del cuerpo de bomberos es un habitual en aeropuertos, centros comerciales, hospitales y demás espacios catalogados por Hugé como “no lugares”. Pero no tan sólo en ellos. Porque entonces llamamos “no-lugar” a cualquier espacio público. Y hace tiempo que los no-lugares se dejaron habitar, aunque sea de un modo táctico, efímero, nómada y circunstancial. “Su desplazamiento espacial y temporal conecta, en Yo no estuve aquí, con la utopía de una imagen inventada por la necesidad de lo urgente y con la supervivencia como último acto válido, centrifugando y encriptando una sensación de libertad impotente”. Ok. Aquí uno se pierde porque el texto exige un ejercicio de hermenéutica que uno no siempre puede efectuar en una sala de exposiciones. Por mucho que el arte contemporáneo se empeñe en casar lo imposible a través de matrimonios híbridos, una biblioteca es una biblioteca, un archivo es un archivo y una sala de exposiciones es una sala de exposiciones. No tanto por el espacio en sí y la colocación de los materiales, sino por la predisposición, las intenciones y las expectativas del visitante.
Pero Aníbal Parada no nos pide nada de eso porque Yo no estuve aquí está en las antípodas de ser una de esas exposiciones-archivo a las que nos tienen tan obligatoriamente habituados en Barcelona. Es una instalación dentro de un espacio de transición, entre pasillo y sala de espera. Realmente no sabemos lo que Parada nos pide como espectadores. Y es aquí donde nos sentimos incómodos y perdidos, recurriendo a un párrafo que tampoco nos ayuda demasiado. Visto que la lectura de la pieza es abierta, tampoco sería acertado sentar cátedra en este texto con una hipótesis cualquiera, posiblemente prescindible y desechable. Yo no estuve aquí provoca, a quien escribe esto, una cierta especulación acerca de las actitudes autocomplacientes del arte contemporáneo desde el terreno de lo críptico. Pero echarle la culpa al arte contemporáneo es caer en la tautología y exculparse en lo abstracto de las disciplinas. Porque las actitudes del arte son las de sus agentes: desde el artista al director de una institución, pasando por los comisarios y los críticos.
Si una exposición se convierte en un enigma para el espectador puede ser por dos motivos: un mal plan de comunicación en torno a la misma, o bien, un gesto voluntario por parte de alguno de estos agentes, generalmente del artista. Si en Yo no estuve aquí se trata de lo primero, la exposición no funciona por defecto. Sin embargo, si su aparente hermetismo más bien consiste en un ejercicio facultativo por parte de Aníbal Parada, Yo no estuve aquí es un ejemplo perfecto de cómo fracturar la narrativa habitual de las oscilantes ficciones del arte contemporáneo. Y de paso, provocar la duda en el visitante de si él, al igual que Parada, también estuvo allí.