Se agradece una exposición como Radicalmente emancipado(s) en el contexto del arte emergente en Barcelona. Lejos de que la satisfacción se ubique en ese lugar común que da las gracias al arte por existir y sacarnos de nuestras vidas por un rato, amén, se agradece que la exposición de la artista catalana Mireia c. Saladrigues (Terrassa, 1978) no gire sobre y nos maree con los temas habituales del así llamado arte emergente. Es decir, sobre la relación entre el artista y su ecosistema artístico: la institución. Nos dejamos, entonces, de fulanito del tal, cuestionando el dispositivo todopoderso y su voluble posición mutante dentro del mismo.
Se agradece ir a una exposición y salir del recinto expositivo con el entendimiento en modo “play”, olvidándonos del latoso calor de agosto en Barcelona por un momento. Si bien algunos somos de la opinión de que la función primordial del arte no es la pedagogía sino la activación de ciertas aptitudes filosóficas que se encuentran en medios y códigos no verbales -o no necesaria y tan solamente verbales-, se agradece salir de una exposición “habiendo aprendido algo nuevo” y batallar internamente con ese runrún llamado soliloquio silencioso entre los diversos juicios de una misma identidad.
Radicalmente emancipado(s) nos permite una dosis de amnesia momentánea, arrinconando al artista y su reprobada alma máter, la institución –aunque siempre estén ahí, como el Trust Divino Relojero- para ponernos a pensar en otros dos factores de la ecuación arte: el espectador y la obra. Es decir, en nuestra posición con respe(c)to a ciertos objetos que han adquirido la sacrosanta aureola del arte. Aunque Saladrigues no nos hace pensar en qué es arte y qué no lo es directamente, tampoco nos da un vale de vacaciones en el país del recogimiento estético. Ni siquiera nos interpela inmediatamente, sino a través de otros que tampoco aparecen explícitamente. Nos toca traducir y metabolizar, pues, dentro de ese proceso cultural en el cual el arte intercede entre nosotros y el mundo.
Lo que Mireia C. Saladrigues nos muestra en Radicalmente emancipado(s) es que existen espectadores que trasgueden la leyes no tan tácitas de los espacios expositivos y que, movidos por ciertos motivos personales, se llevan una parte de la obra a casa. El acto no es tan vandálico como pudiera parece a priori sino que, en algunos casos, llega a formar parte de la obra misma y es aceptado por el artista como otro posible vínculo del espectador con su trabajo. Esto sucedía con Alfredo Jaar y su instalación “The Silence of Nduwayezu”, quien “dejó robar” las diapositivas que la componían tras el primer caso de hurto de una de ellas en el difunto Centro de Arte Santa Mónica. La posición del artista chileno está perfectamente expuesta en una carta del propio Jaar a Mireia c. Saladrigues, donde comenta que a los vigilantes de los recintos expositivos les dio las siguientes instrucciones: que “permitiesen el robo” de las diapositivas en el futuro. Lejos de estimular o censurar este acto de ¿emancipación? por parte del visitante, las disposiciones del artista hicieron que el robo dentro de una sala de exposiciones pasase de la apropiación indebida a una apropiación más –por decirlo de algún modo- fetichista. Y, a modo de corolario, Mireia nos presenta una de esas diapositivas tan codiciadas que fueron sustraídas del resto de la instalación “The Silence of Nduwayezu”.
A través de varios videos, audios y documentos, Radicalmente emancipado(s) propone un pequeño estado de la cuestión en torno a la apropiación de fragmentos de obras de arte en algunos expacios expositivos de Barcelona durante los últimos años. Aún sin estar de acuerdo con ese dicho popular que afirma que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, a esta exposición hay que agradecerle una cosa más: la capacidad de síntesis, precisión y claridad de sus contenidos. En escasos minutos, cada video expone una de las caras de esta moneda poliédrica: la del comisario, la del visitante que una vez padeció la pulsión del hurto, la del celador, la del investigador privado de robos de obras de arte, la del artista que ve con buenos ojos estos acontecimientos espontáneos, la de la fundación de arte en la que se ha cometido un hurto, la del intelectual, la del artista que –como espectador- también ha sentido deseos de llevarse una parte del trabajo de otro artista. Parafraseando una de las frases más lapidarias de nuestra cultura, “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. O que se la meta en el bolsillo, como sucedió recientemene con una instalación de la artista Anna Maria Maiolino en la Fundació Tàpies.
En términos generales, cuando se piensa en latrocinio artístico se presuponen motivos económicos de fondo más que de interés o pasión personal, como si el ladrón fuese un sujeto indolente que trabaja al servicio de alguien que, si ama el arte, es porque ama el valor crematístico de la obra a robar. Y el montañismo social. Es más, cuando se piensa en los ladrones de guante blanco, en lo último que se piensa es en arte contemporáneo. Se roban cuadros expresionistas al máximo, no los ingredientes de ese pastel conceptual que es toda instalación artística contemporánea. ¿Quién, en su sano juicio va a querer arriesgarse por un algo que, fuera del museo, es simplemente un objeto más?
Más allá de los tópicos, por difícil que sea salirse de ellos, hay personas que entran a un museo como visitantes, se convierten en espectadores a mitad del camino y, en algún momento, pasan a ser cómplices de la obra. No ya por la sustracción de alguna de sus partes, sino por la relación que se instaura entre ambas partes. Como si la obra supiese algo de esa persona que los demás no saben; como si esa persona supiese algo de la obra que los demás no saben. Más allá del misticismo que envuelve la contemplación del esteta, uno se lleva algo de algún sitio porque cree que, de alguna manera, le pertenece. Igualmente recitamos de memoria versos como si fueran propios y no de otros.
Este tipo de ladrones de arte son como los ladrones del libros: se empatiza con ellos inmediatamente. Porque, ¿quién en su perfectamente sano juicio no ha deseado nunca llevarse algo de una sala de exposiciones? Y si no robar, ¿quién no ha sentido unas ganas repentinas y azarosas de cambiar ciertos objetos de sitio y alterar el orden visual establecido por el artista y la institución que lo acoge? A este punto, recuerdo una pieza expuesta en el MACBA ante la cual uno tenía que contener sus pulsiones infantiles so pena de ser arrestado por las autoridades de la sala. Se trataba de una bolsa transparente llena de agua colocada sobre el suelo. Mi acompañante y yo nos quedamos mirando aquella bolsa de agua, sujetando con fuerza las ganas de saltar encima y explotarla. Recuerdo también que el vigilante, ante nuestra concentrada mirada sobre la pieza y nuestros deseos expresado en voz alta –ya se sabe que en las enmudecidas salas de exposiciones cualquier comentario suena como un grito-, nos miró y dijo: “Es sólo una bolsa llena de agua”. Probablemente, si esa bolsa de agua hubiese estado colocada en cualquier otro lugar, las ganas de estallarla hubiesen sido considerablemente menores. Porque saltar encima de ella hubiese significado detonar, de paso, la jurisdicción artística.
La paradoja aflora cuando, dentro del contexto de exposición, un artista coloca una pieza cuyas partes han sido creadas asumiendo que el espectador se las llevará consigo voluntariamente. Porque cuando el arte solicita una apropiación preceptiva de la obra tiende a generar menos deseo y más pereza por parte del visitante. Será que faltan el riesgo y la subversión de los códigos a la hora de deglutir tan noble actividad humana. Volviendo a Radicalmente emancipado(s), lo que Mireia c. Saladrigues pudiera estar diciéndonos es que un espectador emancipado es, como Rancière expone en su libro homónimo, un visitante que desestabiliza las normas tácitas del espacio expositivo para convertirse en cómplice de la obra.
Y, aunque la exposición se inserta dentro del ciclo Audiencias Cardinales del Espai Cultural Caja Madrid, un proyecto en el que cuatro artistas investigan la recepción del arte, apelando a la figura del autor y su relación con la institución, se agradece una última cosa: una exposición que no termina siendo una reunión donde artistas cuentan chistes para artistas.