Las conversaciones programadas tienen dos marcos de existencia. Por una parte, el que remite a las expectativas y las posibilidades de un enfoque determinado gracias a la antelación del simulacro conversacional; por la otra, el escenario real en el que se produce toda conversación y que pone de manifiesto que la espontaneidad es una cualidad que delimita por extensión y digresión la mayor parte de diálogos. Hay además conversaciones que tienen un tercer contexto de supervivencia. Podría ser un registro documental en video, en audio, una transcripción textual directa y casi fiel a lo dicho. Pero podría ser también otro tipo de texto a partir de una conversación, ese diálogo sancionado con la distancia del pretérito. Un texto con la amnesia de lo no dicho o con el recuerdo de aquellas cosas dichas y por decir. Por ejemplo, este mismo texto, elaborado a partir de una conversación entre dos artistas de contextos diferentes pero unidas por esas concomitancias que a veces existen entre personas que no se conocen pero que, sin embargo, tienen más puntos en común que personas que aparentemente se conocen porque se relacionan presencial y frecuentemente entre ellas.
Un relato posible a partir de la conversación de casi seis horas entre Petra Bauer y Mireia c. Saladrigues –y quien escribe- podría empezar, como numerosas crónicas, con una anécdota, poniendo en evidencia la supuesta irrelevancia que otorga el diccionario al propio término. Y es que muchas veces las anécdotas poseen la clarividencia que les falta a los razonamientos teóricos más densos. Estamos dentro de La Capella, delante de uno de los trabajos de Petra Bauer que se presentan en Síndrome, el proyecto con el que Martí Manen adopta la exposición como dispositivo principal de inclusión de un contexto artístico –el de Estocolmo- en otro –el de Barcelona-. Cuando Petra Bauer empieza a hablarnos del video que tenemos en frente, Conversation: Stina Lundberg Dabrowski Meets Petra Bauer (donde una célebre periodista sueca entrevista en formato televisivo a la artista, quien para hablar de su propia carrera se adueña estratégicamente de algunas películas y conceptos de los colectivos cinematográficos británicos de los años 70, participando anacrónicamente en un momento histórico pasado gracias a su extenso conocimiento del mismo y al continuado uso operativo de un pronombre “nosotros” con el que intervenir inclusivamente de un “ellos”), aparece el vigilante de sala y nos invita con esa áspera cortesía que caracteriza el corpus de vigilancia de una sala de exposiciones a que nos callemos o, en un atisbo de comprensión ante nuestro entusiasmo improvisado, a que hablemos más bajo. Inevitablemente Mireia c. Saladrigues y yo sonreímos ante el surgimiento de la mejor de las coyunturas posibles para que Mireia comparta con Petra el principal foco de interés de su práctica artística: el estudio de la situación del espectador y la audiencia desde el análisis de una traducción de los mecanismos de control y poder sociales dentro de la estructura artística. Dado que el espacio de La Capella nos exige que seamos espectadores preceptivos, decidimos irnos a otro espacio de socialización compartida donde el ruido no sea sancionable: un bar.
Se construye otra conversación que también empieza por el medio. Aparecen ideas, proyectos, intereses, opiniones y razonamientos desde ese caos articulado que surge con la espontaneidad versátil y con el tanto que decir en un tiempo tan limitado como el de la unicidad de un encuentro no prorrogable en el futuro. Podría definirse este diálogo a dos voces más una como un relato urdido donde nunca se termina de resolver un tema específico porque continuamente el arte se filtra con la experiencia personal, con la anécdota biográfica o cultural, con la desviación, con el extravío de los contenidos. De hecho, basta con escuchar una conversación entre artistas como Mireia y Petra para desechar por completo la aporía sobre la que se ha construido el arte del siglo XX alrededor de la fugitiva anexión entre arte y vida. Durante el tiempo que dura este encuentro, es imposible separar lo personal de lo artístico, lo artístico de lo social y lo social de lo personal. Como señala Petra, el arte es una manera de hablar, de estar en el mundo, de contribuir, de participar aún y cuando se pertenezca al grupo de los “small players” dentro de un ambivalente aparato económico-social en el que la cultura corre el peligro permanente de ser instrumentalizada.
La anarquía del recorrido hace aparecer los prejuicios que se tienen contra el arte en España –con ejemplos como esa predisposición que tiene gran parte del público para la desestimación gratuita de lo producido y expuesto-; los mitos sobre los que se construye la historia del arte de Barcelona gracias a las exigencias y las maniobras del reclamo turístico de la mano de Dalí, Miró y Picasso; los inevitables y escasamente esperanzadores comentarios sobre la situación económico-social europea; los problemas de la industria cultural para una cultura que no quiere ser industria; la endogamia del arte dentro del circuito internacional y, como réplica viable, la posibilidad de cambiar el contexto viajando dentro de los territorios que nos son propios; la imperecedera problemática del consenso en arte y la necesidad de practicar un disenso más eficiente y menos autocomplaciente; menciones –cada ves más habituales de un tiempo a esta parte- al realismo especulativo; la necesidad de “matar a ciertos padres”; la importancia de la diseminación para que el trabajo artístico funcione como estímulo y no como fetiche o señalética indulgente de un conflicto.
Con la reproducción de la estructuras de poder en un contexto como el del arte -que, aunque las analiza, critica y rechaza, también participa de ellas, desarrollándolas desde marcos como la construcción del público, entre la subjetividad individual y colectiva, entre la adecuación a un comportamiento pautado y el reclamo para nuevas formas de experiencia -, Mireia habla de dos de sus proyectos relativamente recientes: Su museo y la continuación de Radicalmente Emancipados. El primero se centra en la figura del vigilante de la mano de una guardia de seguridad que ha trabajado varios años dentro de un museo de arte contemporáneo y que da como primer resultado un libro (Mi Museo) en el que describe de un modo bastante desenvuelto sus experiencia como guardián custodio de las obras, como dispositivo normativo para la inculcación al público de las reglas del museo y como espía involuntario de la opinión pública sobre el arte. Como segunda parte del proyecto, Mireia colocó capciosamente el procaz libro en el centro de una sala expositiva que funcionaba también como un dispositivo de control regentado por la autora del libro, quien ocupaba varios roles simultáneamente y se encargaba de confundir y reprender al público cuando trataban de coger una publicación que funcionaba como obra de arte. El vigilante de seguridad se convertía en performer, en autor, en contenido artístico y en núcleo de una investigación marcada por la heterodoxia del directo.
Radicalmente emancipado(s) se centra en aquellos espectadores que, como se intuye a través de su título, se desvinculan drásticamente de la normativa del museo. En este caso, llevándose consigo partes de piezas artísticas desde una pulsión que nada tiene que ver con el mediático valor crematístico del arte. Mireia colecciona historias que traspasan las normas institucionales del museo, que desvelan un tipo de sensibilidad hacia el arte que pasa por una apropiación literal y que dejan al descubierto las estructuras de control que gobiernan la función del espectador. Ante los relatos concretos y comprometedores que Mireia revela, Petra es capaz de empatizar con este tipo de emancipación y alega que cuando alguien hurta una parte de un conjunto, el artista no debería considerar en peligro su obra porque ésta es una totalidad donde el fragmento no será capaz nunca de representar el todo. Es más, todo artista es –o debería ser- consciente de que estas situaciones pueden llegar a pasar, pudiendo observar que la falta de comprensión institucional tiene por contrapartida cierta transigencia del autor de aquella obra ante la que un espectador anónimo siente la necesidad de cometer un delito sancionable. Uno llega a preguntarse si los mecanismos de control, reprobación y sanción que existen en el arte contemporáneo coexisten más allá del marco institucional. Y que tal vez no debieran ser las instituciones las encargadas de construir al público, sino lo contrario: que las necesidades y resoluciones del público influyesen en la institución. En el fondo, los museos constituyen otro ejemplo de nuestra tendencia a delegar en la autoridad cuestiones que podríamos reclamar como nuestras sin la obstaculizante comodidad de los intermediarios.
La producción artística de Petra Bauer constata una afinidad metodológica entre las dos artistas, en tanto en cuanto ambas se inscriben en proyectos de largo recorrido que permiten un análisis mayor y pluridimensional de una situación o un tema de estudio concretos. También por el interés que ambas tienen en apropiarse del presente desde la expectativa de un cambio. En el caso de Petra podría alegarse que la situación de apoyo institucional – que se traduce también en mayores dotaciones económicas- al arte en Suecia es una de las causas de un tipo de producción donde la larga temporalidad es una conditio sine qua non de los proyectos que lleva a término. Pero esto sería incurrir en un reduccionismo derivado de unas causas externas que, aunque evidentes, dejan de lado el interés personal de Petra Bauer en participar de situaciones y movimientos específicos. A ello cabría unir que su producción artística desemboca principalmente en trabajos de cine documental que, a la vez que suponen una intervención temporal y vivencial en aquello a lo que se refieren, funcionan como dispositivos críticos que evidencian la implicación política del medio cinematográfico. En contra de la extendida idea que aplica sobre el documental una capa de histórica neutralidad, Petra Bauer arremete contra este lugar común afirmando que las películas no documentan nada, puesto que su función es proponer una discusión o un razonamiento, insertando historias que no han sido contadas en el espacio público de la cinematografía. Y en el del arte.
Sisters!, el documental que presenta en La Capella es un buen ejemplo, tanto de su visión política de la cinematografía como del otro rasgo definitorio de su trabajo como artista: la práctica colaborativa. Ésta podría verse desde dos puntos de vista. Como la inclusión del trabajo de diversos movimientos o colectivos en la práctica artística y, oposicional pero complementariamente, como su pertenencia circunstancial e intencionada dentro de dichos colectivos independientemente –o casi- del arte. Las exigencias del documental funcionan como la excusa perfecta para generar una situación de co-aprendizaje entre las partes de un relato visual imposible de entender sin una gran dosis de cotidianidad compartida. Pero también sin la intervención de las participantes en un guión que se iba construyendo elásticamente a media que se rodaban las escenas diarias. Sisters! parte de un proyecto colaborativo entre las trabajadoras de la organización londinense Southall Black Sisters y Petra en el que la artista participa de la rutina diaria de este colectivo de mujeres negras de minoría étnica, con el que desplegará un debate fílmico sobre feminismo, política y estética en la sociedad contemporánea. Pensando en que uno de los puntos fuertes de la representación es la vigencia del diferido, Siters! rebasa lo concreto de su radio de acción (la organización feminista SBS) para extenderse hacia un territorio general que (se) pregunta sobre cuáles son los puntos fundamentales a tratar por el feminismo de la sociedad actual.
En Holanda, Petra Bauer y Annette Krauss participaron del proyecto Be[com]ing Dutch impulsado por el Van Abbemuseum. La invitación a cuestionar, tanto el concepto de identidad como los valores normativos de “lo nacional”, hizo que Petra y Anette se centrasen en una tradición cultural de los Países Bajos: Sinter Klaas & Zwarte Piete. Dentro de la tradición más general de Santa Claus, la figura multiplicable del Zwarte Piete confiere un rasgo problemático a una celebración popular que es heredera de un racismo no criticado por el conjunto de la sociedad holandesa. En noviembre, cuando Santa Claus aterriza en Holanda (tras sus vacaciones de verano en España, como comentaba Petra para evidenciar la incrustación de más tópicos en una historia navideña con variaciones locales) viene acompañado de un séquito de cientos de pequeños hombres negros con el pelo rizo y los labios pintados de rojo que se resuelve con un gran desfile en el que los niños reciben sus regalos y su dosis de ideología. La estrategia inicial de Petra y Annette consistía analizar dicha tradición preguntándole a la gente el por qué de la misma. Sus preguntas, que todavía no lanzaban una crítica explícita, fueron vistas como un ataque reprobatorio sobre la tradición holandesa y, en consecuencia, sobre una parte fundamental de su identidad nacional. Esta situación puso en evidencia la falta de autocrítica pública en los Países Bajos. El proyecto resultante fue Read the Masks. Tradition Is Not Given, un trabajo frustrado en su primera intencionalidad formal: una protesta en forma de desfile/ manifestación que permitiría abrir un debate público afónico. Ante la censura social, las amenazas públicas -y el poco sutil recordatorio de que las artífices del proyecto no pertenecían a la sociedad holandesa- contra un evento que incluía diversas modalidades de activismos, el Van Abbemuseum se “vio obligado” a cancelar esta performance colaborativa y, en su lugar y como compensación, Petra y Annette recibieron mayor apoyo económico para reformular un proyecto que finalmente consiguió destapar un debate público sobre ciertos aspectos de la identidad holandesa desde el cuestionamiento de algunos estereotipos inculcados gracias a la doctrina sutil de la tradición. Más allá de la intervención en un contexto local ajeno pero contagiado por los dilemas éticos de toda tradición nacional, la cuestión que siempre salta al cuadrilátero de la duda es la pertinencia de asociar arte y activismo cuando el vínculo termina entorpeciendo a las dos partes de un contrato siempre perecedero. Pero, en vez de confortarnos en recalcar la aporía de lo políticamente explícito en arte, la disyuntiva producida por Read the Masks. Tradition Is Not Given serviría para seguir incidiendo, no ya en las contradicciones de las prácticas artísticas políticas, sino en la pervivencia de una cierta censura en un ámbito como el arte, que muchas veces se autopromociona engañosamente como libre de complejos y anatemas. Es más, como replicaba Petra, podría no haber una división tan grande entre arte y activismo. El hecho de jugar, en este caso concreto, con un respetable museo de clase media bienpensante consiguió finalmente instaurar un disenso en la sociedad holandesa y activar colectivamente la imaginación sobre aquello que pudo haber sido y no fue. Así en el arte como en la vida.
En una conversación que se sostiene a lo largo de varias horas como ésta, en la que el arte funciona como un mecanismo intermitente de unión entre muchas otras cosas, el escenario de un extenso diálogo interrumpido por la urgencia y la distracción inexorable del sueño termina por desencadenar frases cortas, razonamientos comprimidos en comentarios escuetos, anotaciones autobiográficas y ejercicios mnemotécnicos truncados. Desde el mainstream sociopolítico de la sociedad sueca y su represiva tolerancia hasta la apropiación del hombre blanco de la danza de los negros en los virales del Harlem Shake, pasando por la inoperancia del consenso y las anécdotas familiares, la conversación entre Mireia y Petra se vuelve metarreferencial cuando ambas intercambian valoraciones sobre su interés muto en aquellas conversaciones en las que sus interlocutores comparten, además de ideas, comida. En una conversación que pudo haber continuado en subsiguientes encuentros para exponer y discutir todo aquello que también y además debería haberse compartido, queda la sensación de recurrir forzosamente a la imaginación para intervenir en todo aquello que pudo haber sido hablado y no fue. Así en las conversaciones como en el arte.